‘El jardín de Alá’: una rara flor del desierto

La imagen de Cindy Lauper viendo una película en su auto caravana forma parte del imaginario de muchos jóvenes de los 80. Se trata de una de las imágenes más icónicas del videoclip ‘Time after time’, canción emblemática de la década de las hombreras y las chapas. Las imágenes corresponden a ‘El jardín de Alá’, uno de los films más curiosos y extravagantes de los años 30; Exactamente de un 1936 lleno de obras maestras del calibre de ‘Furia’ de Fritz Lang o ‘Esos tres’ de William Wyler. En aquel año en el que nuestro país estallaba en una cruenta Guerra civil y millones de personas escondían en las salas de cine las penurias de su realidad, el binomio Marlene Dietrich-Joseph von Sternberg ya había dado síntomas de agotamiento. Tras el fracaso de ‘El diablo era mujer’ en 1935, donde primaba más lo visual que lo narrativo, Paramount se pensó seriamente aquello de darle carta blanca al director, al que por otra parte muchos consideraban un genio.

Dietrich, por su parte, necesitaba reciclarse y su siguiente proyecto iba a suponer un giro radical: la segunda película de la historia en Tecnicolor, producida por David O’ Selznick y con Richard Boleslawski como director. Además, en ‘El jardín de Alá’ iba a interpretar a una mujer que se reinventa a sí misma en el desierto; que busca, desde la espiritualidad, lo que la vida le ha negado. Vamos, algo así como una versión romántica y casi decimonónica del ‘Come, reza, ama’ de la Roberts pero sin divorcio y urbanitas reciclados, convirtiendo a la habitual vampiresa alemana en una analogía de su rival, Greta Garbo. Es fácil ver a la divina sueca en un personaje así: el de la sufridora amante de un monje prófugo de su convento que oculta su verdadera identidad. Ese monje fue interpretado por Charles Boyer, cuyas elegantes formas se adecuaron perfectamente a la tortura interior del personaje. Si lo que Selznick buscaba era algo más que experimentar con el color, se equivocó de historia al adaptar esta novela que ya resultaba antigua en 1936.

Es difícil para un espectador actual comprender los deberes de la fe que llevan al personaje de Boyer a actuar como lo hace. Es mucho más fácil ver la película como una obra maestra del color y de lo visual; mucho más sencillo ver la sombra de las manos de una exótica bailarina sobre el rostro de un Boyer a punto de caer en las redes del pecado, que verbalizar ese miedo a la sexualidad. Así es como tienen sentido los contundentes primeros planos de los dos actores protagonistas. Los de Dietrich, cuyas lánguidas y sugerentes formas del rostro siempre habían sido mimadas por un expresivo blanco y negro, son exquisitos. Entre enormes cirios o rodeada por sus expresivos y a veces ridículos velos de inspiración árabe, la alemana luce en color tan impresionante o más que en sus películas con Sternberg. Además, los planos generales de las dunas y de la peregrinación de la pareja por el desierto forman parte de un súmmum romántico que parece querer imitar las más famosas pinturas de Friedrich.

El mimo hacia cada plano y la expresividad del color hacen perdonar que el argumento a veces roce lo absurdo, que el personaje de Basil Rathbone (inolvidable villano y mítico Sherlock Holmes en tantas y tantas películas) esté desaprovechado y que sea difícil ver en una botella de vino un emblema del remordimiento religioso (atención al plano detalle de ese objeto roto). La película es imperfecta pero posee un halo de existencialismo tan interpretable como el propio desierto, tan presente en la historia y tan colorido como los ojos claros de una Dietrich que fue más Garbo que nunca.