‘La bella durmiente’: mucho más que el antecedente de ‘Maléfica’

Lo que Maléfica ha construido que no lo destruya el hombre…sobre todo aquel que idea reinterpretaciones cinematográficas absurdas y simplistas en pleno siglo XXI. Erase una vez un niño que conocía a pocas Maléficas (a pesar de que alguna que otra de sus profesoras se podría haber ganado el apelativo) cuando sus compañeros de escuela, con un afán recaudatorio destinado a su viaje de estudios, organizaron un pase,  vía VHS (hablamos de principios de los 90) en el salón más concurrido y espacioso del colegio donde estudiaban. Allí, al lado de su hermana y ojiplático, el mocoso que una vez fui descubrió una de las joyas de la filmografía disneyana, mucho antes de saber que lo era y de que Angelina Jolie se enfundase unos cuernos para protagonizar la película más barrocamente cursi de los últimos años.

La bella durmiente original, la que se rodó a lo largo de toda una década desde 1952 hasta 1959, casi supuso un cataclismo para un estudio que se recuperaba aún de las vacas flacas. Tras los batacazos iniciales de Pinocho, Fantasía y Bambi, el estudio del ratón Mickey se pasó la mayor parte de la década de los 40 haciendo películas de propaganda para la Segunda Guerra Mundial o puzzles de cortometrajes animados que no poseían una trama que los unificase. En los 50, La Cenicienta, Peter Pan o La Dama y el Vagabundo (excluyo, muy a mi pesar, Alicia en el país de las maravillas, extraordinaria adaptación de Carroll, por no cumplir las expectativas comerciales pese a su calidad), supusieron éxitos que devolvieron a Disney y a los suyos a los días de vino y rosas que habían experimentado con Blancanieves, el taquillero exordio que sentó las bases del cine de animación.

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Pese a los éxitos, La Bella Durmiente iba a suponer el culmen, la cima gloriosa y el punto de inflexión para el equipo de animadores de la Disney: se trataba de una producción de 6 millones de dólares de presupuesto, rodada en 70 mm, con pantalla panorámica como mandaban los cambios de formato en los 50, un dibujo geométrico y rompedor para la época y una banda sonora adaptada del ballet homónimo de Tchaikovsky. Casi nada. Era normal que, tras años de trabajo y tanta expectación, el estreno provocase una reacción ambigua en la crítica y el público. Acusada de tener una protagonista blanda y pasiva, de repetir fórmulas extraídas directamente de Blancanieves o ser farragosa en su desarrollo, muchos analistas de la época no la entendieron. Por si fuera poco, al público también se le cerraron los ojos sin necesidad de pincharse con el huso de una rueca: aunque hoy es una de las cintas más taquilleras de aquella década gracias a sus múltiples reestrenos, en su momento, las ganancias  apenas lograron cubrir lo que se había invertido en ella.

¿Qué ocurrió con la que hoy se considera la adaptación definitiva del cuento de Perrault? Cierto que su protagonista apenas tiene 18 líneas de diálogo, que la escena con el juglar y los dos reyes, pese a su comicidad, entorpece el ritmo general de la trama, y que el bosque lleno de animales que realizan acciones humanas junto a la princesa Aurora ya no suponía ninguna novedad después de Blancanieves y La Cenicienta. Pero no es menos cierto que la película posee cualidades que la consolidan como auténtica obra de arte. Sus evocadores fondos geométricos, basados en pinturas del Renacimiento, remiten a la Alta Edad Media en la que se desarrolla el cuento y son un placer para la vista. La parte onírica, un prodigio animado, la ponen los momentos en los que se vaticina el futuro, el devenir de la protagonista: los dones que las hadas conceden a la princesa Aurora el día de su bautizo, la maldición de Maléfica en la misma celebración o su discurso ante el encadenado príncipe Felipe cuando predice el fracaso de su beso de amor y su heroica hazaña al estar preso en su torreón.  Todas ellas secuencias en las que entra en juego la imaginación y el lado más surrealista y evocador del mejor Disney.

Los europeos más puristas se quejarán de que unos cuantos artistas norteamericanos convirtiesen el vals de Tchaikovsky en ese «Eres tú el príncipe azul que yo soñé», que cualquier niño ha cantado si es que ha tenido infancia. Sin embargo, todos y cada uno de los actos de los que se compone el legendario ballet encajan como un guante con la extraordinaria animación de la película, que incluye la lucha con un dragón más memorable de la historia del cine. Y si los protagonistas son blandos, no hay que olvidar que tanto Maléfica como las hadas conforman un memorable binomio del bien y del mal.

Por lo tanto, aquel niño que vio en su colegio a un príncipe enfrentarse a un dragón con el sonido del mejor Tchaikovsky ya intuía que las grandes obras de arte tienen un alcance universal y ninguno de edad, nacionalidad o tiempo. Y La Bella Durmiente lo es; tanto que ni siquiera los bodrios protagonizados por la señora Pitt de turno pueden destruir su legado.