"POESÍA ROMÁNTICA EN TIEMPOS DE GUERRA"(Crítica de la película "Adiós a las armas"(Frank Borzage, 1932)

Uno de los debates más extendidos entre aquellos que aman el cine clásico es el de la validez de muchas de sus propuestas para el público de hoy día. Para una infinita mayoría de espectadores que ven cine como mera forma de pasar el rato o entretenerse, muchas películas clásicas no han soportado el paso del tiempo y, aún más, han envejecido de forma drástica y considerable. Quizá esos mismos espectadores deberían situarse en el contexto en el que muchos de esos filmes fueron rodados, con medios bastante más precarios que los actuales y con una sensibilidad totalmente distinta a la nuestra. Es quizá el caso de «Adiós a las armas», romántica y paroxista adaptación de la novela de Ernst Hemingway del mismo título. El propio autor odiaba la película por centrarse más en la historia de amor que la sustenta que en el trasfondo bélico. Vista hoy, la película puede ser excesivamente melodramática e irreal, pero hay que reconocerle el buen hacer de su director, el hoy olvidado Frank Borzage.
Borzage era uno de los grandes poetas fílmicos del cine de aquellos años. Tras triunfar con «El séptimo cielo» su cine casi siempre era una amalgama de estilos en donde el expresionismo romántico era el protagonista, primando casi siempre un cuidado por la atención y el detalle de la imagen que siguen siendo sorprendentes hoy en día. Aquí la historia es bien sencilla: en la Primera Guerra Mundial, un teniente y una enfermera se enamoran pero los tejemanejes del capitán hace que se separen y él acabará convirtiéndose en un desertor con tal de ir en busca de su amada. Borzage utiliza muchos recursos como sombras e incluso titulos de transición de tiempo de manera original y efectiva, además de una estética sombría y lluviosa que ejemplifica a la perfección los horrores bélicos. Sin embargo, lo que más sorprende es la movilidad pasmosa con la que mueve la cámara en una época en la que era sumamente difícil hacerlo. Hay que darse cuenta de que estamos en 1932, el sonoro acaba de irrumpir en Hollywood y las cámaras tienen que adecuarse a salas de sonorización, micrófonos y demás artilugios primitivos y ya difuntos hoy día. Por eso sorprenden los travellings con los que acompaña a su protagonista por la sala de enfermeras o a la chica por la estación de tren en lo que suponen planos secuencia bastante largos y arriesgados. El más arriesgado sin embargo es aquel en el que la cámara adopta el punto de vista de un Gary Cooper enfermo en una camilla y desde una angulación supina vamos viendo todo lo que éste ve, desde el tejado hasta las caras de los médicos, para culminar con un beso de su amada en primerísimo plano. Otros son de una ironía asombrosa: mientras la chica embellece con mentiras la carta a su amado la cámara va recorriendo su decrépita habitación en un trávelling hábil y sinuoso que demuestra la dura realidad y la mentira de sus palabras escritas. Borzage también era consciente de la utilidad de un buen montaje y en la deserción de Gary Cooper del ejército los planos superpuestos de bombas, sufrimientos, pies desechos y de una captura sin diálogos hay un recuerdo inevitable a la fuerza del montaje impactante de las películas soviéticas y del cine de Eisenstein.
Quizá lo envejecido sea el apasionamiento de la historia de amor y algunos momentos interpretativos de los actores. Nadie va a descubrir a estas alturas a Gary Cooper, una de las mayores estrellas de la galaxia mundial del siglo XX que sigue despertando amores y odios. En esta película su interpretación es correcta y hasta simpática, aunque las lógicas hipérboles del guión en la escena final le pasan factura. Pero nadie puede dudar de su carisma, de que podía ser un grandísimo actor y de su increíble(y nada anticuado) atractivo físico. Helen Hayes era una primera dama del teatro y aunque formaba una extraña pareja con Cooper (la diferencia de altura es notable) la emocíón de sus expresiones le hace ser digna titular de ese apodo. Sus primeros planos tienen una gran fuerza y la equiparan a otros rostros «dolientes» de la època, como los de la Garbo o Janet Gaynor.
Puede que Hemingway odiase esta película, pero como testamento de la poesía romántica de la época y retrato antibelicista sigue siendo casi una obra maestra. Si el final de «Casablanca» nos dice que hay valores por los que merece la pena renunciar al amor, el de «Adiós a las armas» con el «Tristán e Isolda» de Wagner de fondo musical nos dice algo muy distinto: la guerra se puede terminar ganando, pero lo que más importa es la amante agonizante en los brazos de aquél que más la quiere en el mundo.