Villeneuve convoca la revolución de un género cinematográfico

Un clan de homínidos sobrevive en las planicies de África bajo condiciones penosas.  Se  ven atacados por fieras salvajes y un grupo rival les impide acercarse a un charco de agua. Están destinados a la extinción. Un día aparece un monolito, una estructura de piedra negra que los pre-hombres miran y tocan con curiosidad y miedo. Poco tiempo después se comienzan a percibir cambios en la conducta de este eslabón entre la bestia y el hombre: un nuevo grado de consciencia sobre los recursos disponibles…  Y entonces Stanley Kubrick nos deleita con esa magnífica escena de 2001: Una odisea en el espacio en la que el primer hombre utiliza un hueso como arma (o herramienta) para potenciar su sobrevivencia.

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Hay tres temas que son fundamentales en la ciencia ficción: uno es la evolución de las máquinas y cómo la inteligencia artificial afectará a nuestro futuro de especie dominante; otro es la exploración del cosmos, nosotros los humanos como ávidos exploradores del Universo en busca de aventuras o en pos de la supervivencia; y el último es la vida extraterrestre y su influencia sobre nosotros, si será nuestro fin o si en realidad es el germen de nuestra existencia.

El cine lleva todo un siglo acercándonos a estos tres pilares argumentales. Los directores juegan con los aspectos filosóficos y también con los artísticos y así convierten sus películas en piezas transcendentales, en obras experimentales o simplemente en puro cine de palomitas. Una cinta de ciencia ficción puede ser, al mismo tiempo, entretenida pero lenta, inaccesible pero también didáctica.

Cien años de películas indagando sobre la naturaleza humana a través de las estrellas y nunca la ciencia ficción ha gozado de un momento cinematográfico tan absolutamente brillante como el que está viviendo justo ahora.  Y con La llegada (Arrival), Denis Villeneuve ha alcanzado la cumbre, ha cambiado el paradigma del género y ha firmado el hallazgo más importante de los últimos años.

Y como en la cinta de Kubrick todo vuelve a girar en torno a una herramienta (o arma): el lenguaje.

En 2001: Una odisea en el espacio hay tres monolitos que marcan los tres saltos evolutivos ideados por Nietzsche en Así habló Zaratustra: El hombre solo es un paso intermedio entre el animal y el superhombre. Nuestro destino por tanto, está subordinado a una especie superior.

«No importa si uno quiere ver en el monolito negro un objeto extraterrestre o una encarnación divina —que en el fondo son la misma cosa—, el caso es que el centinela es un elemento exógeno que explica y conduce al hombre. El hombre es objeto y el monolito sujeto».

En su artículo La gravedad del hombre, Pedro Vallín convoca la revolución escéptica del ser humano  analizando la relación entre 2001 y Gravity, aludiendo a un punto clave del final de la película de Alfonso Cuarón en el que la doctora Ryan Stone entona una especie de réquiem:

«… Estoy preparada’ — y evoca a su hija fallecida en un gesto que explica el papel de la religión en la historia del hombre, esa titubeante e interesada fe del hombre ante el abismo que opera como báculo emocional, es decir, como realidad funcional, subordinada al hombre y a sus desesperos. La religión como objeto y no como sujeto. Dios como creación necesaria del hombre —necesaria pero imposible, recordemos a Gomá— y no al revés».

Eliminamos por tanto la influencia divina de nuestra conciencia y por supuesto de nuestro destino. En Interstellar Christopher Nolan nos embarcó en un viaje espacial para garantizar el futuro de la raza humana en el que un reducido grupo de astrofísicos dirigidos por el piloto Cooper eran guiados por entes desconocidos  hacia un agujero negro en el que el protagonista experimenta cinco dimensiones: anchura, altura, profundidad, tiempo y la quinta incomprensible incluso para el propio director. Esos entes éramos nosotros conduciéndonos a nosotros mismos a través del tiempo y el espacio.

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El hombre volvía a ser el centro. Pero pensar que el hombre está solo en el universo es arrogante.

Tim Urban explicaba en su artículo La paradoja de Fermi: ¿dónde está todo el mundo? las diferentes teorías sobre la ausencia de seres extraterrestres:

«Hay 100 planetas análogos a la Tierra por cada grano de arena del mundo. O sea, 10.000 billones de civilizaciones inteligente en el universo observable».

Y entonces, la pregunta: ¿Dónde está todo el mundo?

«No tenemos respuesta para la paradoja de Fermi —como mucho podemos ofrecer “posibles explicaciones”. Y si preguntas a diez científicos distintos cuál creen que es la correcta, te darán diez respuestas distintas. ¿Recuerdas cuando los humanos del pasado debatían sobre si la Tierra era redonda o si el Sol giraba alrededor de la Tierra o pensaban que ese rayo había caído por Zeus, y ahora nos resultan tan primitivos y desinformados? Pues así es cómo estamos nosotros con este tema».

Christopher Nolan se apoya en la teoría llamada El Gran Filtro para sugerir que no existen civilizaciones super avanzadas, es decir, que toda especie sometida al proceso evolutivo siempre se acaba encontrando contra un muro imposible (o improbable) de superar.

«Dependiendo de dónde ocurra el Gran Filtro, nos deja tres realidades posibles:

Somos excepcionales

Somos los primeros

Estamos jodidos».

El director de Interstellar elige la primera opción. No somos los hijos de las estrellas que anunciaba Kubrick en 2001, somos solo humanos programados para la supervivencia y nos erguiremos una y otra vez en esta Tierra o en otra.

Y en mitad de este panorama donde la ciencia ficción se autoproclama como el arte cinematográfico más estimulante de todos, es cuando aterrizan las naves de La llegada.

Y el género alcanza la excelencia.

 ¿Y si no estamos solos? El director evita El Gran Filtro para acercarse al principio de la mediocridad, teoría cuyo punto de partida es que nuestro nivel de inteligencia no tiene nada de excepcional  y que si no hemos recibido ninguna señal de vida extraterrestre es porque o no tenemos la capacidad para mantener ese contacto o sencillamente aún somos demasiado insignificantes.

Van por ahí los tiros en la película de Denis Villeneuve, que adapta La historia de tu vida de Ted Chiang y que en vez de seguir las indicaciones que Carl Sagan dio a Arthur C. Clarke para que no mostrara los extraterrestres en 2001: Una odisea en el espacio ni tampoco en Contact, el director de Blade Runner 2 opta por presentarnos a los heptápodos. Y de paso nos regala magníficas escenas repletas de tensión donde consigue que experimentemos sensaciones parecidas a las que tendríamos si realmente un día una nave alienígena descendiera sobre la tierra. El sentido de la maravilla y el terror a lo desconocido se entrelazan en un primer acto espectacular.

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Desde que esas doce naves aparecen como monolitos ovalados en  distintos lugares de la Tierra y hasta que se marchan es el tiempo que Villeneuve necesita para derrumbar los fundamentos de nuestra realidad.

Primero nuestra identidad como hijos del cosmos. Ya no estamos solos.

Después el lenguaje. Y aquí es donde se encuentra todo el meollo de la cuestión. Para que nos entendamos, el lenguaje aquí es el monolito de Kubrick. Sin embargo, si el director estadounidense ejercitó su gusto por el cine abstracto para dejar que el espectador imaginara mediante escenas consagradas por los consumidores de LSD qué demonios era el monolito -algo así como una herramienta que nos ayudaba a dar el siguiente paso evolutivo a través de ¿la magia?-, Villeneuve se centra en el poder del lenguaje que Chiang también mantiene en su relato para explicar como un cambio de sujeto a objeto, un cambio de verbo, un cambio en la forma de organizar una de nuestras dos vías de comunicación, la escrita, puede suponer un giro radical en nuestro paradigma existencial.

La llegada lleva demasiado lejos la teoría de la relatividad lingüística. Teoría que ha llevado a expertos como Lera Boroditsky, de la Universidad de California, a realizar investigaciones que demuestran que los miembros de la tribu aborigen Prompuraaw creen que el tiempo pasa de manera diferente para las personas de habla inglesa… sencillamente porque en su lengua los puntos cardinales sustituyen las palabras izquierda y derecha. Lo que nos lleva al último punto.

El tiempo. La  doctora Louise Banks comienza a tener consciencia de su futuro a medida que comprende el singular sistema ideográfico de escritura de los heptapodos. Un lenguaje que evita todo orden consecutivo y en el que por supuesto no hay tiempo verbal porque sencillamente la percepción del tiempo es distinta para estos visitantes cuyas manchas de tinta tienen un carácter simultáneo. No es que Banks vea el futuro, simplemente lo recuerda porque ya ha pasado, porque todo ocurre al mismo tiempo. Villeneuve muestra la textura y el funcionamiento de la cuarta dimensión que Nolan apenas se atrevió a utilizar como artificio narrativo en Interstellar.

Siguiendo la trayectoria de la nueva ciencia ficción que hace tiempo ha negado a Dios, nos devuelve a los extraterrestres saltándose el Gran Filtro y explica con detalle cuál será la herramienta necesaria para dar el último gran salto evolutivo mientras se apoya en teorías lingüísticas terriblemente discutidas que nos llevan a plantearnos la existencia de una cuarta dimensión. Pero no le basta, por eso el director decide reducir todos estos conceptos tan inmensos, más grandes que la humanidad misma, en un axioma muy simple: ¿Tomarías las mismas decisiones aún sabiendo de antemano las terribles consecuencias?

Y con esta sencilla pregunta, que Villeneuve responde a través de la protagonista, se abre un nuevo abanico filosófico en una película inmensa que evoluciona constantemente en la mente del espectador. El destino, la libertad, el poder de decisión… Volvemos a los temas más íntimos del hombre mientras la inmensidad del universo se derrama por toda nuestra imaginación. Es la revolución de un género cinematográfico.

La Llegada es un círculo a punto de cerrarse que sin embargo permanece siempre abierto.

La llegada es el monolito de la ciencia ficción.