Ewan McGregor hastía con su adaptación de ‘American Pastoral’

Las adaptaciones de novelas al cine son siempre un arma de doble filo, y más las de las novelas de Philip Roth (como se ha demostrado a lo largo de los años) y American Pastoral es el ejemplo perfecto de esto. Con un material tan rico, profundo y lleno de capas como la novela de Philip Roth se pueden hacer muchas cosas, pero la película debut de Ewan McGregor ha elegido la vía más simple: contar la historia principal de la manera más esquemática (durante casi dos horas), reducirlo todo a la mínima expresión.

McGregor se dirige a sí mismo como Seymour Levov «el Sueco», todo un adonis, héroe deportivo local y heredero de una fábrica de guantes para señora, un negocio próspero que además es pionero en el empleo en iguales condiciones de negros y blancos. Se casa con una belleza local, ganadora de concursos de miss, en contra del patriarca Levov por razones religiosas, y tienen una hija que les sale rana. Su tartamudez, inexplicable por razones físicas, la lleva a someterse a terapia desde muy pequeña, y para colmo, se radicaliza, participando en las revueltas de mediados de los sesenta, incluso comete algún acto terrorista. Esto lleva a la desestabilización total de la familia y a la destrucción física y mental de todos sus miembros, una desestabilización que incluye la desaparición de la hija durante años. Sólo la llegada de una misteriosa joven a la fábrica con la excusa de hacer un trabajo universitario sobre la fábrica de guantes permite al Sueco localizar a su hija y verla al cabo de un tiempo.

Pero por prometedora que parezca esta sinopsis, se queda en un fiasco. No rotundo, porque tiene momentos disfrutables (el tramo en el que el Sueco persigue a la misteriosa joven para encontrar a su hija, por ejemplo). Sin embargo, contiene tantos tópicos sobre la época, el material de noticieros y periódicos es tan vulgar y manido, que aporta poquísimo al brío que se le quiere dar en ciertos momentos. No tiene peso político, las revueltas juveniles quedan retratadas como un capricho adolescente, el tema religioso, muy importante, queda en algo casi anecdótico, una gracieta con forma de conversación entre la prometida del Sueco y el patriarca Levov. No destaca ninguna de las interpretaciones (McGregor está soso y lleno de tics, y Jennifer Connelly fracasa incluso en su momento de supuesto lucimiento en un monólogo sin , ni siquiera la brío ni inspiración); ni siquiera la música de Desplat es digna de mención.

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La coreana Yourself and Yours, de Hong Sang-Soo, es una anécdota sobre el amor y la pareja que hizo gracia en su pase, pero que resulta intrascendente. Un joven pintor decide dejar a su novia tras enterarse por un amigo de que es aficionada a la bebida y que en medio de una borrachera se besó con otro. A continuación ella se encuentra con dos hombres en dos noches diferentes; ambos insisten en que la conocen, pero ella lo niega y sigue viéndoles. Mientras tanto, el pintor se da cuenta de que es la mujer de su vida y va a buscarla.

Todo ello plantea un puzle de confusiones, de engaños pretendidamente graciosos y de diálogos circulares y repetitivos, con unos personajes con los que es muy difícil conectar si no se entra en el juego que propone el autor surcoreano.

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Por otro lado, Rage/Ikari, dirigida por Lee Sang-Il, la última película a concurso en la Sección Oficial de este año, es una contundente cinta japonesa sobre la desconfianza y el amor que no lo supera todo. Una pareja aparece asesinada en su domicilio y, poco después, tres desconocidos entran con muy buen pie en las vidas de un hombre y su joven hija, una joven pareja de Okinawa y un joven gay de Tokio. Los tres desconocidos entablan relaciones de amor y amistad en los tres casos, pero las noticias sobre el asesino, a medida que se van conociendo más datos sobre él, van haciendo mella en todos, con diferentes consecuencias.

Rage comienza como un thriller sangriento y oscuro que va transformándose paulatinamente en una película luminosa sobre el amor redentor y pasa de nuevo a tomar tono de tragedia, para terminar como un drama humanista y emocional, que además ayuda a derribar algunos tópicos occidentales sobre el amor homosexual, el machismo y el honor en la sociedad japonesa. Colaboran al conjunto las luminosas interpretaciones de los actores más jóvenes, sobre todo en el caso de Aoi Miyazaki, Suzu Hiroshe y Satoshi Tsumabuki, y Ken Watanabe deslumbra con su aplomo y su imponente presencia.