
Alauda Ruiz de Azúa vuelve a asomarse al salón de casa para retratar con la precisión de un pintor flamenco un trozo de vida cotidiana. Es decir, extraordinaria.
Ruiz de Azúa tiene clarísimo que lo que ocurre en un hogar es a la vez universal y único. Y como tal retrató el punto de inflexión en el que una mujer pasa de ser cuidada a cuidadora en Cinco lobitos y, en un extraordinario acto de contención, supo enseñar la crueldad de los malos tratos que dejan más huella en el alma que en la piel en Querer.
En Los domingos, con la que ahora compite en el Festival de San Sebastián, vuelve a desplegar su delicadísimo hacer para presentarnos la historia de una adolescente que siente la llamada de la vocación y se plantea la vida en un convento de clausura igual que sus compañeras dudan si estudiar Derecho o dedicarse al surf. Y, ya de paso, como quien no quiere la cosa, pinta un fresco entero, las bóvedas de una catedral, con una familia que arrastra un duelo y que vive su día a día tratando de dejarlo atrás.
No es que la directora no tome partido, es que su estrategia narrativa es el rigor, el respeto, en fin, el amor. En Los domingos no hay grandes dogmas ni soflamas, sólo personas reconocibles que se enfrentan con sus pocas armas y sin plan posible frente a una estratagema con siglos de experiencia.
La precisión de Ruiz de Azúa es exquisita, partiendo de un guion afinadísimo hasta un reparto que sólo rezuma verdad y cariño. Los domingos sería una justísima Concha de Oro.

