Bellflower

La sección oficial de Sitges se estanca

BellflowerCruzando el ecuador de la 44ª edición del Festival de Sitges, la jornada de ayer fue especialmente floja en lo que respecta a los títulos de la sección oficial: Mirages, una bienintencionada pero errada película marroquí; y Bellflower, pretencioso ejercicio del director y actor Evan Glodell, curioso en la forma pero desesperante cuando el espectador descubre que no sabe qué le están contando.

Bellflower es el nombre de la avenida de Los Angeles donde residen los treintañeros protagonistas que dedican sus días a la nada más absoluta. En el fondo no son más que unos flipados entretenidos en fabricar lanzallamas y tunear un coche como el de Mel Gibson en Mad Max. Hay una historia de amor y una ruptura,  desayunos con cervezas, vómitos en fiestas, cuernos, inseguridades, venganzas… Pero todo ello sin un rumbo fijo. En ocasiones la película parece acertar con el tono naturalista que describe a este grupo de jóvenes hastiados y nihilistas, la fotografía, con una mínima profundidad de campo resulta interesante a ratos, pero cuando el espectador descubre que todo está al servicio de la nada, desconecta por completo y empieza a mirar el reloj.

Mirages es la ópera prima del marroquí Talal Selhami y es un cruce entre El método y Battle Royale (por decir algo). Cinco aspirantes para un puesto de trabajo para una gran multinacional son abandonados a su suerte en medio del desierto. Poco a poco empezarán a perder la cabeza y verán espejismos. ¿O serán premoniciones? La idea, aunque no sea demasiado original, era prometedora en el papel pero, a pesar de que se aprecia un esfuerzo en la dirección para conseguir alguna imagen potente, el devenir de la historia es predecible y el apartado actoral es verdaderamente limitado.

Para ver algo de buen cine, o al menos de cine diferente, tuvimos que acudir, como en varias ocasiones ya, a la sección de Noves Visions. Sin contar con Meat, una horrorosa película holandesa, que pretendía epatarnos con su mezcla de sangre y sexo, pero que se convierte en un relato confuso de aspiraciones lynchianas que narra la enfermiza relación entre un carnicero y una joven. Obviando ese pinchazo, pudimos disfrutar de dos propuestas muy diferentes y estimulantes.

En primer lugar Underwater love, un musical japonés pink. Y para los japoneses pink significa softcore porno. Nos cuenta la relación entre una mujer y un kappa, criatura del folklore japonés, mezcla de pájaro y tortuga. La cinta se lleva, por ahora, el premio a la frikada más grande del Sitges de este año. Escenas de sexo explícito, ingenuidad a raudales, números musicales simplones al son de la música del grupo Stereo Total. La última película de Shinji Imaoka es un producto inclasificable que sorprenderá o enfadará al espectador dependiendo del humor con que entre a la sala.

Y también de un director japonés, Shunji Iwai, pero rodada en EE UU, nos llegó Vampire, una estimulante vuelta de tuerca al género vampiro, de corte realista, protagonizada por un joven profesor (Kevin Zegers, el de Transamerica) que en sus ratos libres contacta con jóvenes suicidas para que le donen voluntariamente su sangre y así poder bebérsela. De esta forma descubrirá todo un submundo de adolescentes y veinteañeros cansados de vivir y de otras personas como él fascinadas por la imaginería y la liturgia de los bebedores de sangre.

El acertado reparto de Vampire se completa con Keisha Castle-Hughes (Whale rider), la siempre inquietante Amanda Plummer (Pulp Fiction) y la sorpresa de Adelaide Clemens, con un físico muy similar a Michelle Williams, con un papel dulce y sorprendente. Tendremos que seguir a esta chica de cerca.