David Planell, Brandon Lastra, Natalia Mateo y Alberto San Juan, el equipo de La vergüenza. (Pablo López)
La primera en la frente. La vergüenza, ópera prima del hasta ahora sólo guionista David Planell, quiere ser un análisis de las relaciones de pareja pero se queda al fin en una película deslabazada en la que se entrecruzan varias tramas sin que ninguna de ellas llegue nunca a alcanzar altura.
El principal problema de esta bienintencionada película es que falla la premisa: sobre el papel, el título hace referencia a la vergüenza que sufre un joven matrimonio al plantearse la devolución de un niño en acogida por su carácter problemático. Esta cuestión nunca llega a la pantalla pues el niño es un crío encantador, que todos los problemas que causa consisten en romper una pecera por un empujón involuntario, haber borrado un archivo informático mientras echaba un solitario (¿un chaval de ocho años jungando a las cartas y no al Street Fighter?) y que, encima, es víctima de acoso escolar. Los niños adoptados problemáticos, que los hay, no son así, son una verdedera pesadilla y nada de eso aparece en la película.
En esa casa, más bien, el problema lo tienen los futuros padres adoptivos, en particular él, interpretado por un Alberto San Juan a caballo entre los tics teatrales y la honda verdad, según la escena. Probablemente se deba a que su personaje no termina de definirse entre un chistoso al estilo de Siete vidas y un hombre de carne y hueso, un peter pan dominado por la visceralidad. Más comedida y en todo momento eficaz resulta Natalia Mateo (pareja de Planell en la vida real) en el papel de una treintañera llena de inseguridades y algún que otro secreto. La pareja funciona, pese a los esfuerzos por evitarlo de la dirección artística, que les ha encerrado en un piso tan absolutamente de diseño que resta realidad a todo lo que allí acontece.
La relación entre ambos pretende ser el corazón emocional de la película, por encima de la trama sobre el niño adoptivo. Pero nunca lo logra porque sus problemas son demasiado vulgares, abordados mil y una veces en otras tantas películas. Y por si fuera poco Planell lo quiere subrayar con la burda metáfora de los peces en la pecera y su final liberación en un estanque; a la que añade un corte en el suministro del agua que termina en reventón modelo géiser callejero al tiempo en que la trama alcanza su clímax. Todo de una obviedad irritante.
Para rematar la faena, hacia mitad de la película se abre un tercer hilo argumental que hubiera dado por sí solo pie a una película independiente (y que no vamos a desvelar aquí a los futuros espectadores). Y ese es, precisamente ,su problema: como historia paralela es demasido enjundiosa; además, surge tarde, se resulve con prisas y, posiblemente, a destiempo. Lo mejor de esta sección es su protagonista, Norma Martínez, que da vida con bastante solidez a una inmigrante con dos caras.
La vergüenza, en definitiva, queda muy lejos de sus intenciones. Trata de ser una película profundamente emotiva y sólo lo logra a ratos; pretende analizar las relaciones de pareja y se queda en un manido cliché. A ver si mañana hay más suerte.