‘Sparta’, un paso más allá de la polémica

'Sparta'
Inmoral
Una película manipuladora que intenta despertar un debate repugnante
2.5

Por fin se ha visto en la Sección Oficial del Zinemaldia Sparta, la película que está levantando ampollas, unas ampollas que han provocado que su director, el austriaco Ulrich Seidl, haya decidido no venir a su presentación en Donosti y que provocaron que la cinta se retirara de competición del Festival de Toronto por las acusaciones de explotación de menores y el hecho de que el director ocultase a las familias de los niños que la película giraba en torno a la pedofilia. Más allá de la polémica, la película intenta abrir un debate sobre la pederastia bordeando, incluso traspasando, los límites más básicos de lo moral.

Sparta forma parte de un díptico con Rimini, estrenada en el pasado Festival de Cine de Berlín. En ambas, localizadas entre Rumanía y Austria, se retrata a los hermanos Richie Bravo, cantante, y Ewald. Ambos intentan retomar su vida y sus sueños tras la muerte de la madre, ignorando un pasado que se interpondrá en su camino.

Seidl plantea el retrato de un hombre que se siente irresistiblemente atraído por los niños, al menos al principio, cuando aún no ha decidido pasar a la acción. Tiene un trabajo que le obliga a cruzar la frontera con Rumanía, una novia rumana y juguetea con los sobrinos de esta como una manera de aproximarse a ellos. En un momento dado, deja a la novia y marcha por pueblos de la paupérrima región de Transilvania buscando escuelas en ruinas. En una de ellas, que compra y rehabilita lo justo para no dar miedo, instala una escuela de judo a la que llama Sparta, y recluta a niños del pueblo como alumnos.

Los juegos, el contacto personal y cuerpo a cuerpo con ellos, las fotos que les hace durante los entrenamientos (en los que están en calzoncillos) le hacen avanzar pasitos hacia acciones que ya no pueden calificarse como pedofilia, sobre todo con un muchacho rubio del que se encapricha. El padre de este niño sospecha de las intenciones del profesor de judo y una tarde, con los padres del resto de chavales, le hacen huir de la escuela y del pueblo.

Desde el punto de vista cinematográfico, a Sparta no se le pueden poner muchas pegas. Sin hacer mucho, sin efectos visuales ni sonoros, simplemente con seguir al protagonista Ewald (Georg Friedrich) por unos escenarios sórdidos que van desde la residencia en la que vive el padre, la casa de la novia rumana, las escuelas derruidas y hasta las granjas de las familias de sus pupilos, hace sentir al espectador una tensión y una incomodidad creciente que intenta que se convierta en culpabilidad por estar observando las mismas fotos, los mismos juegos que excitan al pedófilo. Demuestra con ello el poder del cine de generar horror y sensaciones poderosas sin recurrir al artificio, a la gran virguería técnica. Lo consigue con una historia lineal con abundantes elipsis y poco diálogo, con imágenes rudas y brutales que abundan en el miserabilismo de la propuesta.

Lo peor es el debate que intenta generar. ¿Es Ewald un pobre hombre atormentado por sus pulsiones sexuales? ¿Es mejor un pederasta que te aleja de un entorno familiar brutal que tu propia familia? Seidl intenta ponernos en todo momento en posición de empatizar con él. Atendemos a sus momentos de arrepentimiento tras jugar con unos niños en la nieve o ver las fotos de sus alumnos desnudos. Asistimos a la construcción de una Arcadia donde los niños juegan, aprenden y se duchan, frente al ambiente opresivo de sus propias familias. Vemos al padre demente cantar canciones y hacer el saludo nazi, y una mínima sugerencia de que él pudo abusar de Ewald. Pero el hecho es que seguimos sus pasos, el siguiente más atrevido que el anterior, hacia el abuso.

La imagen final de Ewald colgando carteles de la apertura de una nueva escuela en otra ciudad nos dice que no va a parar. Y eso no admite compasión ni justificación.