Mi centenaria Vivien

El pasado martes tuve la ocasión de presentar mi segundo libro, el primero sobre Vivien Leigh en español, de la mano de Fernando de Luis-Orueta, creador y director de la página que estáis leyendo y una persona a la que admiro y respeto. Mañana se cumplen 100 años del nacimiento de una actriz que no siempre fue la estrella más obvia, de la cual he intentado novelar una vida que parece la de un personaje del Romanticismo. Los hechos están ahí: tuvo una infancia exótica en la India, vivió un amor desbocado por otro talento de la escena, Laurence Olivier, sufrió depresiones y trastorno bipolar y, cual dama de las camelias, murió de tuberculosis con tan sólo 53 años.

Cuando vi Lo que el viento se llevó por primera vez, a los 15 años, no sabía nada de eso. Lo único que me acompañó aquella tarde de otoño que jamás olvidaré, fue la mirada de una joven tras la que intuía una fuerza mayúscula. Aun de forma inconsciente, sabía que detrás de una interpretación tan enérgica y pasional debía existir una personalidad similar. Fue desde entonces cuando empecé a leer artículos de prensa y, más tarde, a investigar en Internet la vida de una mujer a la que no siempre se llegó a comprender. Costaba empatizar con una jovencita ambiciosa que se había casado a los 19 años con un hombre mayor al que, prácticamente, abandonó para irse a los brazos de Laurence Olivier. Sin embargo, y sin emitir odiosos juicios, tras cada crisis depresiva, tras cada apetito sexual y cada revés vital en el que hacía gala de un cierto egoísmo, se encontraba un ser cuya energía acabó devorándolo.

Desde ese punto de vista, desde la pasión que acaba por consumir al que la ‘padece’, Vivien Leigh es el emblema del Romanticismo trasladado al siglo XX. Fue una actriz que regalaba el dolor de su vida personal a unos espectadores que vivían el melodrama como no se ha vuelto a vivir desde el cine de entonces. Eso es lo que la llevó a ganar dos Oscar, uno por su Escarlata y el otro por Un tranvía llamado deseo. También lo que la llevó a triunfar en los teatros interpretando las mejores obras de Shakespeare. Su belleza fue maldita, puesto que costó mucho trabajo que la valorasen por algo más que sus enormes ojos y sus rasgos delicados. Sin embargo, hoy en día es imposible no asombrarse ante el poder que tenía esa mirada para transmitir cualquier tipo de emoción. Sólo una profesional consumada podría conseguir dominar sus emociones para poder trasladarlas a una interpretación. Enfermedades aparte, Vivien Leigh lo era.

Y por eso es justo y además un honor haber escrito un libro que, además, la acerca a nosotros, los españoles, puesto que narra su amistad epistolar con Elvira Bonet, una admiradora catalana, y su intento de salvar el matrimonio con Laurence Olivier mediante un viaje por la Andalucía de finales de los 50. Episodios que me han hecho disfrutar aún más de esa delicada y frágil mirada de una gran actriz y de la mujer que mejor ejemplifica que ciertos dones también suponen una maldición. Y, lo queramos o no, su maldición fue la bendición de muchos espectadores de todo el mundo, que vieron en la pantalla un dolor que, desgraciadamente, nacía de su vida personal. ¡Qué afortunados seremos siempre viéndola decir aquello de “Mañana será otro día”!