Butterfly McQueen, la ‘esclava’ que se rebeló contra Hollywood

«Mammi me dijo que me quejaba demasiado y que nunca volvería a Hollywood si seguía haciéndolo». Así expresaba Butterfly McQueen, en un documental sobre el rodaje de Lo que el viento se llevó, la actitud que adoptó ante el personaje con el que siempre se la identificará. Para el público, McQueen siempre será la negra chillona a la que Escarlata O’ Hara zurraba un buen bofetón en Lo que el viento se llevó, aquella que demostraba no saber tanto de «cómo nacen los niños» en uno de los momentos álgidos de la trama: el parto de Melania Wilkes. Para aquellos que indaguen algo más en su larga vida, McQueen es una especie de heroína que se rebeló contra muchos de los estereotipos que Hollywood le hizo encarnar. Esa rebeldía era innata y precoz, algo así como un revulsivo en una época en la que los negros de Estados Unidos no disfrutaban de muchos derechos fundamentales que ha de tener cualquier ser humano, blanco o negro. Ahora que otro McQueen, Steve, reivindica en su 12 años de esclavitud, una memoria histórica que haga justicia a los suyos, no está de más recordar a muchos de los que dieron pequeños pasos en la consecución de esa remembranza.

Nacida hace ahora 104 años, estudiaba para ser enfermera en Nueva York cuando uno de sus profesores le dijo que su verdadera profesión debía ser la de actriz. Su posterior ingreso en el Butterfly Ballet para interpretar un pequeño papel en el Sueño de una noche de Verano de Shakespeare la llevó a acometer su primera rebeldía, la de cambiar su nombre de nacimiento, Thelma, por el del ballet. Broadway fue el marco perfecto en el que destacó como intérprete, siempre brillando en secundo plano, siempre bajo el foco menos luminoso. Allí, entre bambalinas, interpretó personajes que, como al resto de compañeros, la libraban de ser una simple empleada de hogar en la vida real. Cuando David O’ Selznick la contrató para ser el  rebufo cómico de Escarlata O’ Hara, McQueen ya sabía el tipo de personajes que Hollywood le iba a ofrecer: sirvientas bobaliconas a las que prestaba su voz de «clarinete ahogado», tal y como la definió un crítico en su día. Así lo hizo en Mujeres (George Cukor, 1939), Alma en suplicio (Michael Curtiz, 1945) o Duelo al sol (King Vidor, 1946), donde volvió a trabajar para Selznick. Todos y cada uno de esos cuatro personajes son una actualización, más o menos similar, del que interpretó en Lo que el viento se llevó.

Sin embargo, McQueen era lo suficientemente inteligente como para no soportar hacerse la tonta, aunque fuese en la gran pantalla. «No me importaba resultar divertida, pero sí me molestaba interpretar a una tonta», aseguró durante el resto de su vida. Una vez vio que en Hollywood sólo sería una graciosa una criada, se convirtió, ya en los años 50, en la primera actriz de color en protagonizar una serie televisiva, Beulah. Siempre luchando por superarse a sí misma, en los 70 se graduó en Ciencias Políticas en la Universidad de Nueva York. Mientras por la calle seguían reconociéndola como la sierva bobalicona de Tara, ella se licenciaba cuando tenía su setenta cumpleaños a la vuelta de la esquina. Sólo volvió a la meca del cine cuando Peter Weir le suplicó que encarnase, al lado de Harrison Ford, a uno de los personajes de La costa de los mosquitos, en 1986.

Organizada y decidida, durante el verano vivía en Nueva York y, en los meses de invierno, huía de los rigores del frío volando hacia su cálida Georgia, ese bucólico estado libre ya de las servidumbres y los racismos de antaño, tras las revueltas por los derechos civiles de los años 60. Nunca se casó ni tuvo hijos, y quizá ese vacío familiar fue el que la condujo al accidente casero que acabó con su vida. Una noche de diciembre de 1995, cuando intentaba encender una lámpara de queroseno, vio como esta le estallaba en la cara, produciéndole graves quemaduras en el 70 por ciento de su cuerpo. Cuando llegó al hospital no pudieron hacer nada por salvarla y murió a los 84 años. Fue rebelde hasta el final. En su funeral no hubo góspel ni rezos: como nunca había creído en Dios, acabó donando su cuerpo a la ciencia. «Si mis ancestros se libraron de la esclavitud, yo me libré de la esclavitud de la religión», llegó a decir en una ocasión.

Resulta irónico pensar que no pudo acudir a la premiere de Lo que el viento se llevó celebrada en Atlanta en 1939 por su color de piel y que, en los actos de conmemoración del 50 aniversario de la película, fuese una de las invitadas de honor. La anécdota es el ejemplo perfecto de ese tópico que asegura que el tiempo lo pone todo en su lugar; ese mismo tiempo que quizá no ha acabado de hacer justicia a una mujer que tuvo la desgracia de «interpretar a una tonta» en una película fenómeno, pero también la suerte de hacerlo para que, en algún lugar de nuestra memoria colectiva, sigamos recordándola siempre.