‘Juegos de verano’: el amor adolescente de Ingmar Bergman

Para cada uno de nosotros el recuerdo del amor en los años de merecer, como se decía antes, es algo bien distinto. Si bien algunos dejan escapar una sonrisa cada vez que vuelve a su memoria aquel beso mal dado o aquel chico o chica que les ponía nerviosos cada vez que pasaba por la esquina de su calle, otros prefieren centrarse en el ahora y en la serenidad del amor razonable, aquel que viene después de esos primeros años, ese al que ilumina la razón por encima de los sentimientos. Esa dicotomía está muy presente en ‘Juegos de Verano’, una de las primeras películas de Ingmar Bergman y, según algunos, un Bergman muy poco Bergman, dado su estilo accesible a todo tipo de públicos. La historia de una bailarina que, tras recibir el diario del que fuese su amor adolescente vuelve a los paisajes en los que ambos compartieron la magia de la primera juventud y los primeros impulsos, se guía por esa ambivalencia: la del poder del amor a dos edades muy distintas.

Juegos de verano

Los continuos flashbacks, armazón dramático de la película, rescatan para la danzarina y para el espectador que la acompaña a aquel chico que ya murió y que en la visión de la ya no tan joven protagonista se corresponde con la pureza de aquel verano en el que todo parecía perfecto; un sentimiento idealizado que no encuentra en su pareja posterior, un deslenguado periodista. La que Jean Luc Godard llamó «una de las películas más bellas de la historia» nació del propio amor que el director sueco sintió con apenas 16 años por una chica mientras pasaba sus vacaciones de verano en un archipiélago de Estocolmo.

Ingmar Bergman

Ese es, más o menos, el escenario de una película en la que la técnica y la belleza de los encuadres siempre guarda una estrecha relación con los sentimientos de la protagonista. No es casualidad que la cinta arranque con las hojas otoñales arrastradas por el viento y los paseos filmados a contraluz de Maj-Brit Nilsson, la protagonista de esta historia de retornos al pasado, dudas existenciales y disquisiciones sobre el paso del tiempo. La belleza triste y expresiva de esas imágenes responde al intento de plasmar su desazón vital por aquella huella que la dejó incapacitada para sentir. Contrastan, por supuesto, con la belleza bucólica de los paisajes nórdicos, los planos de los reflejos en el agua o de las ramas de unos árboles llenos de flores que reflejan el espíritu vital y la alegría del amor primigenio con una poesía visual que se adelanta en décadas a la mostrada por directores tan dispares como Sofía Coppola o Terrence Mallick.

Sin embargo, aquellos que aseguran que este Bergman se parece poco al Bergman de ‘El séptimo sello’ (1957) o ‘Persona’ (1966) están muy equivocados. Desde que coloca el objetivo de su cámara en esas primeras nubes del otoño una vez acaba el verano y acaba de morir uno de los personajes vemos al mismo Bergman de siempre: el que parece pedir cuentas a ese  cielo sin Dios, el que habla de las crisis de fe, de la superación de los traumas que se pegan a nuestra piel como la mascarada de esa bailarina que interpreta ‘El lago de los cisnes’ y que, una vez liberada del maquillaje pegado a su piel parece romper los muros que construyó  tras la herida abierta que le dejó aquel viejo verano, los mismos que le impedían volver a amar. Un recuerdo similar al de nosotros, los espectadores que aún sentimos a aquella persona que nos hizo daño, a aquel o aquella joven que nos dio ese beso bajo los invasivos rayos de sol de una larga tarde junto a la piscina; los que experimentamos esta película de belleza desoladora que sigue conmocionándonos 65 años después de su estreno.