
El público asistente a esa historia trivial y divina osciló entre aquellos que la amaron y aquellos que no pudieron afrontar el encantador manierismo de su director. No era fácil por entonces apreciar un lenguaje cinematográfico contemplativo, a base de recursos como la voz en off, el montaje desigual y sin linealidad narrativa o los fluidos movimientos de una hipnótica steadycam. Tampoco era fácilmente asimilable esa escena grandilocuentemente bella en la que el espectador es testigo del origen del Universo con el ‘Lacrimosa’ de Preisner como gloriosa banda sonora: una mezcla de la ‘Fantasía’ de Disney con la solemne trascendencia del ‘2001’ de Kubrick. Era natural que gran parte de ese público dejase pasar detalles tan significativos como la belleza extrema de cada plano, la simbología de una vela azul que equivale a amargo recuerdo, la mirada de odio registrada en primerísimo plano de un niño que no encuentra a Dios ni razón alguna para seguir sus supuestos dictámenes, la grandeza del dinosaurio que se arrepiente de oprimir al de otra especia o el plano detalle de un faro callejero que se convierte en metáfora del acercamiento o alejamiento a la fe según se mueva la cámara que lo graba.
Quizá, como sugiere esta crítica, estemos en un futuro reconciliador, inmersos en una enorme playa en la que nos hemos reencontrado con nuestros seres queridos y aceptamos por fin nuestro minúsculo papel en el universo dando, simplemente, las gracias por la belleza que nos ha regalado. Quizá en esta playa podemos asumir, junto a aquel público reacio del siglo XXI, que ‘El árbol de la vida’ fue la mejor película de un 2011 lleno de amargos sinsabores humanos que apenas tuvieron o tienen eco en mitad de un universo gigantesco e hiperbólicamente bello.
CALIFICACIÓN: **** 1/2