‘L’Île Rouge’, bella alegoría de la infancia de la era postcolonial

'L'Île Rouge'
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Robin Campillo recurre a su infancia en el Madagascar de la ocupación para contar el ocaso de un mundo a punto de desaparecer y el contraste con el que está a punto de empezar
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La propia infancia como hijo de militar francés en un cuartel de Madagascar sirve a Robin Campillo para contar los últimos días de la ocupación en su cuarta película como director, L’Île Rouge (La isla roja), presentada en la Sección Oficial a concurso de este 71º Festival Internacional de Cine de San Sebastián, una película profunda y bellamente rodada que también puede leerse como una alegoría del país malgache al borde de la independencia.

Diez años después de la creación de la República de Madagascar, los franceses aún tienen sometido el país bajo la tutela del ejército, y las familias de los militares que ocupan sus cuarteles disfrutan del paraíso sin rendir cuentas, viviendo una especie de ilusión lejos de la realidad de la isla, mientras tienen a los habitantes malgaches ocupando tareas de servicio. Parte de una de esas familias es Thomas, un niño de ocho años aficionado a los tebeos de Fantômette, una heroína infantil que lucha contra los malos, que descubre desde sus escondrijos y con su mirada limpia el mundo de los mayores, sus miserias, el sexo, la crueldad, el racismo soterrado y la política.

Con una fotografía que fácilmente puede ser la más luminosa, exuberante y bella que hemos visto en la selección del festival a concurso, Robin Campillo utiliza siempre la mirada de Thomas, muchas veces con planos subjetivos, para contar un mundo de los mayores que no se ciñe a sus fantasías de niño y también para introducir su propia mirada sobre su infancia. Esos atisbos de un mundo que aún no comprende pero que va configurando una imagen. La película no es fácil de descifrar y quizá se alarga demasiado en la minuciosa descripción de la vida familiar, y deja menos espacio para el interesantísimo tema de la vida de los malgaches bajo el dominio francés y sus reivindicaciones, que culminan en la enérgica y esperanzadora secuencia final, cuando el foco se centra en el personaje de Mangaly (Amely Rakotoarimalala), una joven malgache que trabaja en el cuartel haciendo paracaídas y tiene una relación con un joven soldado francés, Robert, que actúa de puente entre los dos mundos, el colonial y el nativo y llega a preocupar a sus superiores, hasta el punto de que le organizan una especie de exorcismo para limpiarle del hechizo. Las atinadas interpretaciones de todos los actores, entre los que están Quim Gutiérrez como brutal padre con costumbres muy machistas pero sensibilidad para las cosas bellas, y la magnética Nadia Tereszkiewicz, como tierna y fuerte madre, dan rotundidad al conjunto de una película que se paladea cuando se ve y que gana con el tiempo.