‘Policía Montada del Canadá’: espectáculo de otros tiempos

«DeMille for Demillions». Esa era la frase para definir el cine de Cecil B. DeMille: grandiosos espectáculos basados, lejanamente, en algún acontecimiento histórico, con buenas dosis de conservadurismo ideológico unido, inexplicablemente, a sugerencias sexuales atrevidísimas para la época. Policía Montada del Canadá no escapa a ninguno de los lugares comunes de su afamado autor.

Fue la primera película de DeMille rodada en Tecnicolor y, aunque pretendía rodarla en escenarios naturales de Canadá, los estudios abiertos de california por los que se mueven los actores fueron clave a la hora de dar empaque visual a la cinta. De nuevo, un acontecimiento histórico, la rebelión de los mestizos contra el gobierno canadiense, sirve de pretexto para varias tramas y subtramas que tienen como única finalidad hacer que el espectador disfrute como un niño en un parque de atracciones. Eso sí, dejándose la ideología y la capacidad de razonar fuera de la sala (en este caso, la pantalla de televisión).

Gary Cooper es aquí un texano que busca capturar a uno de los líderes de la rebelión y acaba enamorado de la enfermera del fuerte, a su vez, novia de uno de los policías. Sin embargo, es otra historia de amor secundaria, la del canadiense encarnado por Paul Preston y la mestiza con la cara de Paulette Godard, la más interesante. Sin embargo, los defectos se acumulan a lo largo del metraje: el desenlace de esa historia de amor, con muerte accidental incluida, deviene en ejemplo perfecto de los descuidos del cine de DeMille. Lo que en manos de otro director podría resultar un espectáculo de dolor wagneriano, en el caso del pionero del cine americano se convierte en una historia mal cerrada que ni siquiera aprovecha la interpretación de Paulette Godard.

Un error parecido ocurre en la secuencia en la que dos viejos amigos, un irlandés y un mestizo, acaban presenciando, mitad en serio, mitad en broma, la muerte de uno de ellos. Dramáticamente, es la mejor escena de toda la película y, sin embargo, está cortada de forma abrupta por un montaje que no siempre deja fluir la historia y que, para colmo, hace que la narración resulte episódica y descoyuntada.

Sin embargo, el encanto de la que fue la octava película más taquillera de 1940 es innegable. Huele a sesión televisiva de sábado por la tarde por todas partes. Cada plano general, lleno de docenas de extras, es una oda al espectáculo. Además, la belleza de los paisajes y de los actores es innegable. Gary Cooper, cuyo candor heroico fue tan bien aprovechado por Hawks o Capra, resulta aquí encantadoramente arquetípico, incluso cuando inventa una hazaña para honrar la memoria de Paul Preston (antecedente de la ‘leyenda impresa’ de El hombre que mató a Liberty Valance sin la poesía del sello Ford).

Madeleine Carroll y Paulette Godard resultan antagónicas y remiten a los estereotipos bíblicos tan del gusto del cineasta: la brava y honesta mujer frente a la mestiza que arrastra a su hombre a la perdición de un Adán. Entretenimiento bien entendido con final feliz y cierto tufillo conservador (ni siquiera se plantea si los mestizos tienen razón en el reclamo de sus derechos) que , en su día, fue un cine hecho para el momento que no siempre ha envejecido bien. Sin embargo, su encanto de sesión de tarde y su belleza plástica son lo suficientemente atractivos como para entender aquello de «DeMille for demillions», aunque en tiempos de aventuras más complejas esos millones se hayan reducido a miles, o a decenas.