Aunque parece que este premio ya tiene el nombre grabado en la peana, lo cierto es que los cinco contrincantes de esta categoría lo están por derecho propio. Aun así, a más de uno nos habría gustado ver a Tom Stoppard por la arriesgada adaptación de Anna Karenina en lugar de alguno de los mencionados.
Basándose en las memorias del propio protagonista de la historia, el agente de la CIA Tony Mendez, el joven Chris Terrio logra mezclar el género del buen thriller político al estilo de Los tres días del cóndor con la alta comedia en la estela de Cortina de humo, con sus momentos de tensión (muy bien llevados, salvo el de la criada de los embajadores canadienses, que es un poco de risa) y sus parejas cómicas (la formada por Goodman y Arkin), y se queda a medias entre los dos géneros. Es thriller, pero no se mete en política, y la parte de comedia, que perfectamente podría haber derivado en enredo, se limita a la caricaturizacion de la industria cinematográfica y de la CIA en un momento en el que el mundo estaba para pocas bromas. Se echa de menos un mejor desarrollo de los personajes secundarios (tanto el embajador canadiense como los funcionarios estadounidenses escondidos en su casa son más interesantes a priori que lo que luego se ve) y un tratamiento menos ligero de la tensa situación política, y sobran momentos cursis relativos a la vida personal del agente Méndez, lo que quizá lastra las posibilidades de hacerse con el premio sobre todo por la calidad de los contrincantes.
Lucy Alibar y Benh Zeitlin por Bestias del sur salvaje
Al otro lado del espectro cinematográfico de las superproducciones se sitúa esta pequeña y maravillosa pieza que combina lirismo, emoción y magia con un naturalismo casi antropológico en la descripción de modos de vida, centrada en la pequeña Hushpuppy, que relata en off su vida en la Bañera, una zona asolada y deprimida de Louisiana, su relación con su padre, y sobre todo su manera de afrontar emociones adultas como la pérdida y la sensación de peligro con las armas que ella tiene a mano, su valor, su ingenuidad, su empatía y su imaginación. La galería de personajes multirraciales, que más que habitantes son supervivientes, y el paisaje que les rodea, sus casas, tan hechas de retales como los que moran en ellas, están vistos con los ojos de esta heroína de nueve años que se convierte en reina de su universo de libertad y convivencia. Hay zonas de la película que quedan confusas, no se sabe si el encuentro con su madre fugitiva es real o no, tampoco se mete en consideraciones políticas ni en reivindicaciones sociales, pero en realidad no importa: los niños nunca lo hacen.
Magee, nominado en 2004 por el guión de Descubriendo Nunca Jamás, tenía entre manos la dura misión de adaptar una novela que había sido éxito reciente de crítica y público, Vida de Pi, escrita por Yann Martel. El meollo de la película es el viaje en barca salvavidas de un joven con un tigre de bengala, un orangután, una cebra y una hiena, un viaje que se transforma en iniciático y espiritual, al igual que la barca se transforma en un microcosmos darwiniano que el joven Pi tiene que aprender a dominar. Y quizá debido a la concentración exigida (excesiva) dedicada a plasmar la magnificencia de las imágenes que sugería la obra original se olvidaron de dar verdadera profundidad metafísica a la película, relegándola casi a un mensaje final a modo de moraleja que estorba y sobra, situado en el recurrido marco del manuscrito encontrado (en este caso la historia de tercera mano). Habría sido necesaria más enjundia para que la película no se recordase como una mera sucesión de postales perfectas.
La carrera de Tony Kushner como guionista de cine y televisión es muy corta (tres títulos), pero sin duda de gran éxito. En 2003 recibió un Emmy por el guión de Angels in America, una miniserie basada en su propia obra de teatro (que ganó el Pulitzer y el Tony en 1993); en 2005 estuvo nominado al Oscar por el magnífico guión de Munich, y en su tercera incursión no sólo ha sido nominado de nuevo a un Oscar sino que la mayoría de las encuestas lo sitúan como favorito. Y gran parte de la culpa de que este Lincoln sea tan grande como la figura histórica que recrea es del magistral y audaz guión: apoyándose en el dato de que el presidente era un gran admirador de Shakespeare, y lo convierte en un héroe con luces y sombras digno de las mejores tragedias del dramaturgo, capaz de elevar su discurso político a la estratosfera o contar anécdotas escatológicas sobre Washington, de actuar con dignidad en una escena a hacer el payaso de una escena a la siguiente. Y a pesar de ser el tema y centro de la acción, al final la figura sigue siendo tan misteriosa como la estatua erigida en Washington: sabemos de sus motivaciones, de su habilidad para el discurso político y para meterse en el bolsillo a la gente, pero en realidad no sabemos nada de sus opiniones reales, ni siquiera sobre el racismo. Eso, combinado con escenas tan vibrantes como la aprobación de la Tercera Enmienda, planteada como Doce hombres sin piedad, y la creación de un lenguaje que mezcla lenguaje del siglo XIX con un ritmo totalmente contemporáneo, hacen a Kushner justo merecedor de la estatuilla.
Como en el caso de muchas comedias románticas, El lado bueno de las cosas promete mucho más de lo que da. Como dice Peter Bradshaw, de The Guardian, “empieza como una historia de Nick Hornby y termina como una de Nicholas Sparks”, es decir, más romántica que comedia, más cliché que original, a pesar del punto de partida de dos personajes en situaciones emocionales (y psicológicas) más que límite. Y aunque no es todo lo sofisticada que pretende ser, la habilidad de Russell consiste en desarrollar la historia romántica sin olvidarse de las taras de sus protagonistas, y un plantel de secundarios, como el padre obsesivo compulsivo interpretado por Robert de Niro, que hacen el tránsito de ver la película mucho más agradable.