Es muy osado escoger un personaje y un episodio de la historia reciente como protagonistas y argumento de una película. Sin duda, los que aún tienen en su memoria aquellos acontecimientos establecerán comparaciones entre el Mandela que conocieron (y la Copa del Mundo de Rugby jugada en Sudáfrica en 1995) y el Invictus que ha filmado Clint Eastwood.
Mucho más osado es convertir esos hechos ya históricos en propios, y lograr que encajen en una filmografía coherente en la que predomina un tema sobre todos los demás: la reflexión sobre la venganza y el perdón. Y ya el colmo del atrevimiento es intentar, y lograr, que un personaje histórico de la talla casi mítica de Nelson Mandela se integre perfectamente en esa galería de «héroes» estoicos, solitarios, sobrios, siempre enfrentados a un dilema moral, que protagonizan las películas de Clint Eastwood, sobre todo el Predicador (El jinete pálido), Bill Munny (Sin perdón), Frankie Dunn (Million Dollar Baby) y Walt Kowalski (Gran Torino).
En esta ocasión, Clint Eastwood examina la venganza desde una perspectiva nueva. Si bien en otras películas anteriores la presenta como el impulso de pagar con la misma moneda, impulso siempre de raíz trágica y con consecuencias terribles violentas muy a su pesar y la mayoría de las veces inevitables , en esta nos muestra su contrario: la necesidad de perdonar y de reconciliarse para seguir adelante y, sobre todo, para liderar una democracia joven en un país resquebrajado y dividido tras 50 años de imposición del apartheid legal por parte de los afrikaners.
Nadie puede tener más razones que Nelson Mandela para vengarse, tras 27 años de cárcel y trabajos forzados en Robben Island. Qué gran oportunidad para hacerlo cuando le eligen presidente de su país. Los sudafricanos negros ven en él una ocasión para la revancha, para hacérselo pagar a los blancos. Los afrikaners sienten que el sistema que les mantenía en el poder, basado en una economía que acentuaba las diferencias respecto de sus compatriotas negros, siempre los subyugados, los perdedores, está en grave peligro. Pero Mandela, que desde la prisión se ha convertido en un símbolo internacional de la lucha contra el apartheid, se da cuenta de que, si lo que quiere conseguir es un país próspero, que se mueva a una sola velocidad y en el que no haya discriminación basada en la raza, no puede gobernar desde la sed de venganza.
Necesita un símbolo a su altura para lograr la concordia, algo que actúe de pegamento social, algo que una a afrikaners y negros. Lo bueno (y lo malo) del deporte es que no tiene significado por sí solo, y se puede utilizar para unir, para forjar ilusiones conjuntas (aunque también para separar). La selección sudafricana de rugby, los Springboks, se va a convertir en ese instrumento tan necesario para iniciar un camino común, y para ello va a pedir la complicidad y la ayuda de su capitán, el carismático François Pienaar, que interpreta Matt Damon de modo sutil y ajustado.
Eastwood, con su estilo eficaz, sin subrayados ni prisas, se concentra en los detalles de la historia y deja que éstos hablen por sí solos; construye un estudio fascinante de lo que debe ser el liderazgo político, con imágenes mucho más luminosas que en anteriores ocasiones, porque en este caso predomina la esperanza, la alegría. Busca con su mirada esos gestos que construyen la leyenda: la magnanimidad, la simpatía, la afabilidad y la determinación de Mandela; la inteligencia de éste, que también es saber mirar y tomar nota de esas pequeñas cosas que luego puede utilizar para lograr sus objetivos, que en este caso son la reconciliación y la construcción de la nación desde la nación misma.
Los personajes que rodean a Mandela, el equipo de rugby y la familia de Pienaar representan al resto de la sociedad; tiene que conseguir con los miembros de su equipo y de su seguridad personal lo mismo que con el resto del país: que se superen la desconfianza, los prejuicios y los rencores para poder empezar a caminar.
Clint Eastwood evita con elegancia y sobriedad la sensiblería de los telefilmes que tratan triunfos deportivos; se centra en los movimientos y las miradas de unos y otros, sin necesidad de añadir palabras. Quizá el único elemento que sobresale de la narración es la relación con su hija, a la que apenas conoce; pero sirve para subrayar esa soledad extrema, esa ruptura de la vida anterior que significó entrar en la cárcel, ruptura que una vez fuera no superó, a pesar de todo.
Muy responsable de la redondez del resultado es la interpretación de Morgan Freeman, que dota a su Mandela de gravedad, gracia, encanto y una chispa de travesura, y sabe transmitir a la vez su seguridad, su soledad, su melancolía. Ayudado por su evidente parecido físico, ha hecho un trabajo de casi mimetización con su personaje, un estudio profundo y largo, sobre todo de su forma de hablar y de andar. Consigue ese aire de figura imponente, de ídolo, que siente el peso de su propia fama y su prestigio moral, una fama que ha de saber utilizar como arma política.
Eastwood nos está ofreciendo, película tras película, sucesivas reflexiones sobre la paternidad, la culpa, la redención y el perdón. Probablemente en el futuro se podrá caracterizar la obra de este gran cineasta en relación a esos temas, que pocos saben tratar como él. Si en ello hay causas personales, si estas películas le sirven para exorcizar fantasmas de su pasado, no nos debe importar: nos basta con que con su cine nos haga reflexionar a nosotros sobre ellos. Invictus será uno de los hitos de esa hazaña.
Invictus se estrena en cines de toda España el próximo viernes 29 de enero