The divide

El Apocalipsis llega a Sitges

The divideDurante la segunda jornada del festival de Sitges el Apocalipsis hizo acto de presencia para quedarse a través de la tercera película del francés Xavier Gens: The Divide, enésimo ejercicio claustrofóbico basado en la premisa de «el hombre es un lobo para el hombre», protagonizado por Michael Biehn, uno de los actores que recibe el galardón Máquina del tiempo este año.

La película arranca por todo lo alto, narrando un ataque de misiles nucleares a la ciudad de Nueva York, tras la cual un grupo de supervivientes se refugia en un sótano. A Gens no le interesa narrar las consecuencias en el exterior (aunque alguna secuencia da pistas sobre ello, pero el director opta por no tirar por ahí). En su lugar lo que vemos es la decadencia moral de un grupo de personajes irregularmente dibujados.

Durante la presentación Gens nos informaba de que se trataba del montaje íntegro de la película; precisamente ese puede ser su principal error. Las más de dos horas de metraje son realmente innecesarias y en la segunda mitad hay una perdida de ritmo notable. Por fortuna los momentos en los que se recrea en el ambiente opresivo y perturbado del búnker están muy logrados, pero la cinta realmente se beneficiaría de un remontaje. Eso sí, la fisicidad que transmiten sus imágenes (algo que ya demostró con su ópera prima, Frontière(s), hace cuatro años aquí en Sitges) merecen por sí mismas ya el precio de la entrada. El reparto se completa con unos muy atinados Rosanna Arquette y Milo Ventimiglia, quien demuestra por primera vez en su vida que no es tan mal actor si se esfuerza.

También a concurso pudimos ver Lobos de Arga, comedia española de hombres lobo con un elenco que incluye a Gorka Otxoa, Carlos Areces y Secun De la Rosa. A pesar de un prólogo prometedor y un par de momentos simpáticos, la película es realmente mala, con fallos garrafales de planificación. Se nota el presupuesto en maquillaje y efectos especiales, pero no son elementos suficientes para salvar un producto realmente menor que sólo contentará a los espectadores realmente poco exigentes.

Mucho mejor está Scabbard Samurai, tercera película del cómico japonés Hitoshi Matsumoto, tras sus dos anteriores y peculiares films que ya se pudieron ver en Sitges, DaiNiponjin y Symbol. En esta ocasión la historia se centra en un samurai viejo y torpe, acompañado por su espabilada hija. El samurai, sin espada ni honor, es obligado a intentar hacer reir al deprimido hijo del jefe de su clan si quiere conservar la vida. Auténticas carcajadas se pudieron oir ayer en el Auditori cuando presenciábamos las mil y una formas de humor absurdo y físico que el protagonista utiliza para intentar lograr su propósito. A pesar de un ligero bajón durante el segundo acto, la película se revela como un entrañable relato de amor paterno-filial, en la línea de El verano de Kikujiro, de Takeshi Kitano.

Una de las sorpresas más gratas de la jornada vino a través de una pequeña joya de bajo presupuesto titulada The Caller, que se proyectaba en la sección Panorama. Dirigida por el inglés Matthew Parkhill (El punto sobre la i) cuenta en su reparto con Rachelle Lefevre (Crepúsculo) y Stephen Moyer (True Blood) y poco se debe saber de su argumento si uno se quiere sorprender. Basta decir con que hay un teléfono antiguo y que los temas de fondo son los malos tratos y las realidades paralelas. Con estos dispares ingredientes en la coctelera podría haber dado como resultado un fin confuso e irregular, pero si uno pasa por alto ciertas concesiones a la credibilidad (como a veces pasa con el género fantástico) se encontrará con una cinta muy original y disfrutable.

Y para terminar, en una sesión especial fuera de concurso pudimos sufrir la aburrida y predecible última película de Juan Carlos Fresnadillo, Intruders. Intentando hablar de los orígenes del miedo y cómo éste se puede transmitir de padres a hijos (tesis que, como me comentaba un amigo aquí en el festival ya abordó Insidious el año pasado con la misma poca fortuna). La mezcolanza de géneros e intenciones se transforman en un pastiche que ni asusta ni emociona. Ni mantiene en tensión ni provoca la lágrima. Y eso, para un director, debe considerarse como el fracaso más grande posible.