Tres de las grandes películas que hemos visto en esta edición del Festival de San Sebastián tratan directamente el tema de los cuidados a enfermos terminales y la ayuda al tránsito final: Los destellos, de Pilar Palomero, La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar, y esta Le dernier souffle. Pero es el maestro Costa-Gavras, director de esta última, el que lo hace de una manera más directa e intelectual, aunque el resultado es igual de conmovedor y potente que en las otras dos.
Un conocido ensayista, Fabrice Toussaint (Denis Poladylès), en preparación de su próxima obra, conoce a Augustin Masset (Kad Merad), médico de familia especializado ahora en cuidados paliativos, cuando este se acerca a él para expresar su admiración. Tras una breve conversación en la cafetería de un hospital al que Toussaint ha ido a hacerse unas pruebas (y mediante las que le descubren una manchita potencialmente peligrosa), el doctor le invita a acompañarle en una visita a una enferma a la que queda muy poco tiempo de vida, que decide al escritor a revisar una de sus obras más celebradas sobre la muerte como proyecto inmediato. Este es el inicio de una amistad y largas y fructíferas conversaciones entre ambos profesionales que se nutren de las visitas que hacen a distintos enfermos que tienen su propia manera de afrontar la muerte.
Bajo esta premisa y una factura sencilla consistente en conversaciones por pasillos y en habitaciones de hospitales, al más puro estilo socrático, se establece un debate sincero y cercano sobre la muerte, la eutanasia, los cuidados paliativos, con ideas que se exponen, se rebaten y se refuerzan libre y humanamente. Los encuentros con los enfermos son igual de iluminadores que las conversaciones entre Toussaint y Masset y plantean situaciones realistas, en las que se mira cara a cara al momento de la muerte: con una mujer mayor y cultivada que conoce todas las posiciones filosóficas y religiosas; con Sidonie (Charlotte Rampling), que quiere que el médico le proporcione una muerte dulce y consciente antes de llegar a su fin natural; con una joven rebelde que no acepta el final; con un motero que quiere despedirse de sus amigos con un desfile de Harleys; y así hasta el último encuentro, en el que una luminosa Ángela Molina, matriarca en la ficción de un numeroso clan gitano, pide a Masset que le administre los medios para morir en su caravana con ayuda de su cuidadora, entre cantos y alegría.
Costa-Gavras insiste en la idea de la muerte como parte de la vida y no como final de ella, y aboga por el trato humano, sensible y empático, el respeto a las decisiones y el cariño, por la dignidad del enfermo y por la necesidad de poner todos los medios para que la sanidad colabore con todo esto. No cabía esperar de él un posicionamiento menos humanista en este tema, ni menos sincero, ni un tratamiento menos político. Y el filme resulta intelectual y emocionalmente muy reconfortante.