A las seis de la madrugada, hora peninsular española, el rótulo Lost flotará en las pantallas de medio mundo por última vez. Nunca antes la emisión de un programa de ficción había concitado tal nivel de expectación. Sólo con eso Perdidos ya habría hecho historia. Pero hay mucho más: la creación de J.J. Abrams, Damon Lindeloff y Carlton Cuse ha roto los moldes de la narración cinematográfica, ha reescrito las leyes de la televisión y con el humo negro, los osos polares, los viajes en tiempo y la fuerza electromagnética ha devuelto a la infancia a varias generaciones de espectadores.
Han sido seis años plagados de enigmas y misterios, de preguntas que conducían a otras preguntas. No todos los que comenzaron a ver la serie aceptaron el juego que proponía, pero los muchos que decidieron comprar detendrán sus vidas a las 6 de esta mañana. Ya sea en las salas de cine donde se proyectará el largísimo capítulo final –dos horas y media de duración- o en reuniones de amigos en casas. La batalla final de Lost es hoy lo único que importa.
Los motivos por los que Perdidos ha logrado enganchar a tanta gente pese al alto precio exigido hay que buscarlos en sus profundidades, en lo que subyace a sus esotéricas aventuras. Y es que, ante todo, Lost se encadena a los grandes relatos de la historia de la Humanidad. Los argumentos, situaciones y personajes de la serie salen directamente de la Biblia, de la historia de la Filosofía, de los grandes hitos de la literatura y también de la cultura pop. Es un cóctel altamente inestable, que sólo un grupo de genios es capaz de combinar con éxito.
Ahí está Jacob, personaje común a las tres grandes religiones, sencillo, puro y calmado, amado por Jehová frente a su hermano mellizo Esaú, padre las doce tribus de Israel, cada una de ellas encabezadas por uno de sus hijos, el menor de los cuales se llamaba Benjamín. ¿Suena familiar, verdad? Qué decir de John Locke, filósofo inglés del siglo XVII, que defendía que los hombres nacen sin conocimientos innatos, como una tabula rasa y que salvó la vida de un político de la época llamado Anthony Cooper al convencerle de que se operara del hígado. Son sólo dos ejemplos, pero se pueden reunir a cientos.
Aún así, no basta. Muchos han querido recorrer la senda de Lost y han fracasado estrepitosamente, casi siempre por fijarse únicamente en la parte sobrenatural de la narración. Craso error porque Perdidos cuenta, sí, la historia de los supervivientes de un vuelo accidentado en una isla llena de fenómenos extraños, pero trata sobre otra cosa. Lost habla de los padres y los hijos, de la amistad, de la muerte, del miedo, de la esperanza, de las vidas al límite, de las decisiones equivocadas, de la redención. Trata, en fin, del amor y la soledad. Así, con mayúsculas, de la mano. La soledad, la gran epidemia del siglo XXI; y del amor, su antídoto, la única vía para la salvación. Amor romántico, amor maternal, amor fraternal, amor entre amigos. Ahí tenemos a Kate, tachada de la lista de candidatos porque se había curado adoptando a Aaron; a Ben, que sólo recuerda su naturaleza humana a través de su hija; a Desmond, arrancado de las garras de la muerte por el simple recuerdo de Penny.
Por eso Lost ha superado todos los límites conocidos hasta ahora. Es una serie de culto, un fenómeno de fans, un hito en el cultura pop, una referencia capital de su momento. Andando los años, habrá que acudir a Perdidos para comprender este convulso arranque del siglo XXI. Y sí, debajo del humo negro, los osos polares, el barco negrero o el electomagnetismo, estará ahí: el retrato íntimo de la gente de nuestro tiempo.