Esta semana se estrena (por fin) en España la nueva cinta de Hayao Miyazaki, Ponyo en el acantilado. Tras las buenas críticas recibidas dentro y fuera del país, la cinta es una vuelta al espíritu más infantil de Mi vecino Totoro que ha hecho célebre al maestro nipón. Este pequeño cuento sobre la infancia reformula el clásico de La Sirenita para acercarnos a la cotidianeidad, el mundo de los niños y la importancia de la naturaleza.
Las películas de Miyazaki tienen un encanto especial que han conseguido cautivar a todo el mundo. Algunas claves son la persistencia en utilizar la clásica técnica de dibujo a mano, su profundo interés por la investigación geográfica o la cercanía de sus historias. Pero hay tres aspectos de su cine que no escapan a ninguna película suya: el paso de la infancia al mundo adulto, la maldad como un factor subsanable y la defensa acérrima de la naturaleza, todas sellos indiscutibles de su cine. Muchos desde pequeños, hemos disfrutado de las joyas de Ghibli como Mi vecino Totoro, La princesa Mononoke o El viaje de Chihiro. En unas explora más la decandencia del mundo adulto (Cuentos de Terramar, que dirigió su hijo Goro) y en otras reflexiona sobre la inocencia perdida (Castillo en el cielo). Especialmente, recomiendo fervientemente algunos de sus clásicos como La princesa Mononoke (que desbancó a Titanic de la taquilla japonesa y fue seleccionada para competir en los Oscars por Japón), El viaje de Chihiro (Oscar 2002 a la mejor película de animación y Oso de Oro en Berlín) y sobre todo, Nausicaa, su gran obra maestra para el que escribe.
Tras unos años más orientado a un público más adulto que le ha valido algún que otro leve traspiés de la crítica, Miyazaki decidió pisar sobre seguro con una historia infantil y ambientada en Japón aunque para ello tuviera que recurrir a una conocida leyenda europea. Personalmente, he tenido la oportunidad de estar en Japón cuando se ha estrenado algunas de las películas Ghibli, algo que me ha ayudado a comprender el significado que tienen estas películas. La euforia colectiva por Miyazaki es impresionante y su público realmente integra a toda la población. Esta vez, en Fukuoka, pese a ser una ciudad más pequeña y tranquila, la cantidad de flyers en las tiendas y de carteles por el metro era abrumadora. Ya no hablo de la de veces que sonaba la archifamosa canción de la película que no cesaba de sonar en todos sitios. Con esto quiero decir, que Ghibli, independientemente de su aportación al cine de animación, es en sí, un fenómeno social.
En efecto, los japoneses tienen de qué enorgullecerse. Ponyo en el acantilado es una mágico cuento, pequeño y sobrio, sin ambiciones estéticas ni conceptuales, que cautiva al espectador de pleno. La película cuenta la historia de un pez, que quiere ser libre y que por accidente es encontrado inconsciente por un niño (Sosuke) que vive cerca del acantilado. Su lejanía del mar provocará una serie de cataclismos climáticos que afectarán al pueblo. La gracia de esta historia está en el encanto de sus personajes. Miyazaki clava a la niña protagonista y al chiquillo. Los gestos, las palabras, los ruidos, los bostezos, todo es perfecto, y todo hace que salga una sonrisa de nuestra boca. Es sencillamente increíble como este señor conoce el mundo de los nños. El escáner emocional de las distintas generaciones (niños, adultos y ancianos) está conseguidísimo.
Otro de los puntos fuertes es el importante esfuerzo creativo, pese a no ser un filme conuna factura técnica afinada. De hecho, muchos escenarios está forzadamente desdibujados, dejando claro que lo que importa es la historia. Aún así, con estos recursos, Miyazaki crea escenas altamente preciosistas y kaleidoscópicas que a veces crean incluso desconcierto pero que conceptualmente fascinan. Su recreación del mundo marino, como un dinámico y agobiante espacio lleno (asfixiante diría yo) de pequeñas e inocentes criaturas que no paran de moverse o la aparición de la diosa del mar, son escenas que denotan que estamos ante un producto que nace de otra cultura estética. Tampoco nos olvidemos de la maravillosa aportación de Joe Hisaishi, compositor habitual de Miyazaki, que inunda de bonitas melodías toda la película, incluido su ñoño tema central.
En definitiva, estamos ante otro gran acierto del director que contando con un presupuesto menor y una historia sin pretensiones logra un resultado magnífico gracias a su retrato del mundo de la niñez. Dos escenas de la película ejemplifican, a mi parecer, el alma de la película. La primera, cuando el niño involuntariamente intercede a través del morse entre sus padres para hacer que se reconcilien y aquella en la que Ponyo descubre cómo se preparan los fideos. Dos absolutas genialidades. En el aspecto negativo, quizás la falta de pretensiones argumentales hace que la película pueda concebirse como un producto menos serio y más intrascendente. Algo que es posible, pues no alcanza la inmortalidad de otras obras de Miyazaki. Aún así, parece imposible que este pequeño cuento no gane el corazón de los espectadores. Su estreno este año la califica para competir por el Oscar de animación. ¿Podrá Ponyo con Up?. Recordemos que Miyazaki consiguió el Oscar por El viaje de Chihiro y estuvo nominado por El castillo ambulante. La penúltima cinta de Ghibli, Cuentos de Terramar, aún no se ha estrenado en EEUU por cuestiones legales de derechos, y se prevé que pueda hacerlo el próximo año.