Primera película española en competición oficial y primer acierto. Caníbal, de Manuel Martín Cuenca, definitivamente no es un plato para todos los gustos, pero sí una exquisita elaboración para quien esté dispuesto a aceptar el menú.
Muy lejos de las mil y una películas de asesinos en serie, Martín Cuenca ofrece un retrato frío y profundamente esteta de un asesino y carnicero, tan meticuloso y desapasionado como la cinta que le retrata. Un juego de espejos que se prolonga en la propia trama.
Arranca Caníbal con un plano desasosegante en extremo: una solitaria y lejana gasolinera oscura donde se intuye a una pareja que reposta. Será lo último que hagan. El terror de una muerte injusta, inesperada y brutal se vuelve a presentar más adelante, en otro de los momentos inolvidables de la cinta, con una bañista y la caída de la tarde.
Pero, como adelantábamos al comienzo de esta crónica, Caníbal no es una película de terror. Tampoco de sexo, pese a que este parece ser el motivo último que lleva a un triste sastre de provincias a pertrechar su nevera de carne de jóvenes hermosas. Ni de amor, aunque este sea la única fuerza que parece podría frenar al sicópata. Nada de todo eso: Caníbal es una mera contemplación de la barbarie, un desesperante esfuerzo por permanecer impasible ante la trivialidad de la carnicería. Es comprensible que la circunspección narrativa de Martín Cuenca pueda producir tanto rechazo como fascinación.
La literalidad del relato se sirve de un Antonio de la Torre imperturbable. No hay un gesto de más. Prácticamente no hay gestos. Su trabajo reduce la interpretación hasta un destilado indescifrable, hasta indagar en los límites mismos del trabajo actoral. Frente a él, el esfuerzo sobresaliente de Olimpia Melinte para dar vida a las dos hermanas que harán tambalearse las certezas del discreto sastre asesino.
Los intérpretes, la escueta dirección artística, las desoladoras localizaciones, la sobria belleza de su impoluta fotografía… todo se pone al servicio del ejercicio de forma y de fondo –pocas veces han estado tan unidos– de Martín Cuenca, que se da el lujo de jugar con el cine Hitchcock en una película que poco tiene que ver con él: la relación entre el sastre y las dos hermanas no sólo es una reconstrucción de Vértigo sino también del juego de sospechas y observaciones de La ventana indiscreta. Es curioso que es la tercera cinta en cuatro días de Festival que cita De entre los muertos tras la torpe inspiración de La mirada del amor y el lejano parentesco de Enemy. Pero Caníbal tiene más Vértigo y mejor.
La felicidad cinematográfica se ha visto, eso sí, bruscamente interrumpida con la aburrida y mil veces vista Oktober November, del austriaco Götz Spielmann. La historia de dos hermanas de pueblo: una se ha convertido en una actriz deseada y famosa y la otra se ha quedado al cargo del hostal familiar, de su hijo, de su gris marido y de su anciano padre. Menos mal que ha encontrado alivio en los brazos del médico rural. Pero pronto la enfermedad del padre fuerza el reencuentro a los pies del lecho de muerte, aderezado con algún secreto familiar nunca antes revelado.
No sólo nos sabemos el chasis del argumento, sino que los elementos que lo adornan son perfectamente prescindibles. La actriz descubre que el éxito no da la felicidad ni el sexo la compañía. Los celos de la hermana pobre se multiplican cuando la famosa le hace ojitos al amante médico. Y cuando Spielmann se empantana y comprueba que ya no tiene nada más que contar, dedica el último tercio de la cinta a rodar los estertores del anciano. Un fracaso.