San Sebastián hurga en busca del origen abisal de la violencia

El Festival de Donosti ha conjurado hoy tres largometrajes con un inquietante denominador común: ¿de donde surge la violencia? La más extrema y, sobre todo, la más íntima y atávica, la que enraiza en lo más profundo del ser humano, que se recalienta como un volcán y que finalmente brota incontenible, revelando una faceta hasta ese momento secreta pero también esencial de cada uno.

Así ocurre en Que Dios nos perdone, la segunda película del español Rodrigo Sorogoyen; en la británica Lady Macbeth, del debutante William Oldroyd; y en la polaca Playground, del también novel Bartosz M. Kowalski. Tres cintas que desde puntos de partida diferentes se asoman al crimen más injustificable para indagar sobre su sentido y proponer al espectador que reflexione sobre la pregunta más simple de todas: ¿por qué?

En Que Dios nos perdone Sorogoyen pone a dos policías cualquiera -nada de héroes de camisa entallada e impoluta- a seguir las huellas de un criminal salvaje, un gerontófilo que seduce ancianas para violarlas y asesinarlas, no necesariamente en ese orden. Pero la violencia no es exclusiva del asesino, sino que también asoma en sus perseguidores: uno, un inadaptado que perfectamente podría haber seguido los pasos del malhechor; el otro, un bruto efervescente incapaz de manejar su ira y su fracaso. Son Antonio de la Torre, con un innecesario tartamudeo que ensombrece su trabajo, y Roberto Álamo, que pareciera retomar su personaje de la función teatral Lluvia constante afrontando un nuevo hecho desgraciado.

La habilidad de Sorogoyen como director queda con esta película ampliamente confirmada, después de la prometedora Stockholm en la que, por cierto, la violencia ya bullía como uno de sus ingredientes fundamentales. Su capacidad es tan intachable que oculta sibilinamente las carencias del guión y la trama convirtiendo al espectador en cómplice de sus propios pecados. Mientras que por un lado es capaz de sorprendernos con unos diálogos por momentos llenos de ingenio y algo de humor negro, por otro pide prestado el favor de la audiencia para aceptar algunos giros y situaciones que otro director menos mañoso hubiera sido incapaz de sortear.

También es responsabilidad de los guionistas sembrar y no recoger frutos al ambientar la acción en el verano de la visita del Papa a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud al tiempo que la trama criminal atañe lateralmente a la Iglesia, pero sin que nada de todo ello termine de quedar bien trabado.

Aún así, Que Dios nos perdone se ve no sólo con interés sino incluso con angustia, no sólo por el discurrir de la investigación sino también por el suspense que ronda a unos personajes tan al borde del abismo que sabemos sin margen de dudas que en cualquier momento pueden despeñarse.

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Pero si Que Dios nos perdone va detrás del criminal, Lady Macbeth pone a la malhechora en el centro. No se trata como pudiera parecer por su título de una versión de la obra de Shakespeare que pusiera el foco en la señora de, sino una adaptación del relato ruso Lady Macbeth de Mtsensk, Nikolái Leskov, inspirado este sí en el personaje del Bardo. Una joven vive angustiada por culpa de su matrimonio con un hombre amargado al que no quiere y que le dobla la edad. Pero todo cambia con la llegada a la finca de un nuevo bracero, un joven con el que se embarca en un irrefrenable idilio que esta nueva Lady Macbeth es capaz de proteger a sangre y fuego.

William Oldroyd narra la historia con una severidad sin concesiones. Cada plano de la película es tan frío que se mete en los huesos. Comprendemos a la heroína pero también la condenamos. Nos lleva a la paradoja de sentir piedad por ella pero también rechazo. Y no podemos borrar de nuestra cabeza el rostro de la joven Florence Pugh, que encarna la complejidad de este personaje con el mismo rigor que la rodea.

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En esta jornada dedicada a la violencia, la última película dedica su afortunadamente corto metraje a la violencia destilada a su estado más puro, sin justificaciones ni argumentos. Playground, primer largometraje de ficción del joven cineasta polaco Bartosz M. Kowalski es una patada doble al cerebro y al estómago, que llega inesperadamente y tarda mucho, muchísimo, en digerirse. Se presenta como un relato naturalista del último día de colegio antes del verano de tres niños (deben de rondar los 12 años): la niña es de clase un poco superior que sus dos compañeros, vive en un barrio residencial de las afueras, tiene móvil caro y es una buena estudiante. Sus dos compañeros, también más gamberretes y malos estudiantes, pertenecen a una clase social inferior, sobre todo el último. Uno de ellos tiene que ayudar a su padre tetrapléjico antes de irse al colegio; el otro, el segundo de tres hermanos (con mucha diferencia de edad) y con una madre a la que solo vemos fumar y hacer crucigramas, se ve obligado a compartir habitación con el pequeño, que no deja de llorar. Lo único que tienen en común los tres es que evidentemente juegan a ser mayores: la niña se pinta, los niños fuman. La niña está enamorada de uno de ellos y paga a una compañera para que le ayude a conseguir citarse con uno de ellos tras ese día de colegio. Pero no cuenta con que el otro va a ir acompañado de su amigo y esa cita en la que le declara su interés amoroso no sale como ella quiere. Pero todo esto, que ocupa casi tres cuartas partes de la película, es el preámbulo de lo que va a suceder después, cuando los niños, ya libres de colegio, entran a un centro comercial.

La presentación de los personajes, a cada uno de los cuales dedica un capítulo, es magistral, llena de primeros planos largos, escasos diálogos y en momentos de rutina diaria, apenas con alguna pista sobre sus personalidades y sus inclinaciones. Toda la película mantiene un tono realista expositivo muy sobrio, sin énfasis, casi sin música (un poco de Chopin en el caso de la niña, un poco de Händel en el caso del primer niño para las presentaciones; una canción veraniega que canta una compañera de cole; algunos fragmentos de piezas clásicas en las transiciones). Pero en el capítulo final el tono se criogeniza aún más, la cámara se distancia de los niños, se les oye sin distinguir lo que hablan y los presenta desde lejos, y lo único que se oye claramente en algún momento es el zumbido de una mosca, en ese último cuarto de película que congela al espectador en la butaca.

Y lo que sucede es el terror. El terror por la contemplación de la maldad en su estado más puro, sin adornos ni justificaciones ni argumentos; de la violencia como mero ejercicio de imitación y casi producto del aburrimiento, en una sociedad en la que unos niños encuentran el juego en la brutalidad más extrema. No subyace ninguna propuesta ni hay pildoritas de buen rollo que ayuden a digerirlo. Y así, con ese cuerpo, salimos de la sala.

Fernando de Luis-Orueta / María Pérez