UN CUENTO DE CINE

Cuando Alba llegó a Madrid no podía imaginar mejor lugar para vivir. Había soñado con llegar a la ciudad desde su Villarejo natal para repetir las aventuras que su ídolo, Concha Velasco, vivía en ‘Las chicas de la cruz roja’. Empezó su andanza madrileña con un trabajo de costurera que sólo le permitía ir abriéndose camino. Pero el camino resultó bastante espinoso, sin asfaltamiento posible. Su casera la incordiaba con dureza cada vez que subía las escaleras con sus gastados tacones. “¡Me vas a estropear la madera, niñita de pueblo!” le decía. Su único refugio, claro está, era ir al cine. El día en que asistió al estreno de ‘Ben-Hur’ no pudo ser más feliz. Ni casera, ni jefa ni remiendos de vestidos. Lo único que visitaba su cabeza aquel día era el hercúleo Charlton Heston y sus fuertes brazos remando. Aquel judío heróico de la ficción parecía salir de la pantalla y llevara a ella misma a Judea, a otros tiempos, a otros mundos en los que las túnicas y los brillos de las miradas de Hollywood la hacían volar tan lejos como fuese posible.
 
Al salir de aquel estreno, Alba entró en una librería dedicada al cine. El lugar era cálido, acogedor, con enormes lámparas y bonitas columnas del siglo XIX. Un paraíso para una adicta a los sueños que necesitaba buenas dosis de su droga.“¡Cuántas estrellas voy a encontrarme aquí!” pensó, como si aquella librería fuese una superproducción que englobase a todas sus estrellas favoritas a través de libros y estampas de colores. Justo cuando miraba una de la Garbo entró un señor mayor. Debía tener más de cuarenta años pero resultaba enormemente atractivo. Para Alba, tras radiografiarlo desde las uñas al último pelo no había duda: era una versión castiza del mismísimo Trevor Howard. Y como en la película más famosa del actor británico, ‘Breve encuentro’, el señor se acercó a ella para quitarle algo del ojo. El verano era tan caluroso en Madrid que la ciudad era un criadero de molestos mosquitos que finalizaban su mareante vuelo  en los lugares más insospechados. Ese lugar, para aquel mosquito torpe, era su ojo. Pero si ello servía para conocer más a aquel cuarentón disfrazado de galán de Hollywood, daba igual. Porque sí, todo era un disfraz…
 
Aquel galán se llamaba Ramón y trabajaba en la oficina de Correos. Su padre había sido republicano y ansiaba el día en el que dejaría España para unirse a su familia, exiliada en México, lejos de tanta penuria y tanto horror. Tenía una mujer ciega, Clarisa, diez años mayor que él. Lo había acogido tiempo atrás, cuando la guerra y el consecuente exilio lo dejaron sin familia. Ahora él era la familia de ella. A pesar de sus compromisos matrimoniales y agobios de toda índole, conectó inmediatamente con Alba y juró verla el martes siguiente en la librería.
 
Allí fue donde se encontraron y hablaron de ‘La strada’. A Alba le gustaba Giuletta Massina y Ramón creía que su pantomima era demasiado parecida a las de Chaplin. A Alba le pareció que le llevaba la contraria como eficaz método de conquista. Cada tarde quedaban en la misma esquina de la librería, junto al escaparate lleno de viejas reliquias del séptimo arte. A menudo compraban libros y jugaban a saber qué sección tenía nuevas páginas para disfrutar. Con el tiempo, un beso selló su romance. Cada día, Ramón le traía un objeto diferente como guiño muy particular. Un día le trajo el bastón de su adorado Chaplin. Otro, un lazo del vestido de Scarlett O’Hara; el siguiente, la pajarita de Bogart en ‘Casablanca’. Alba había pillado la broma de Ramón, y esperaba su objeto fetiche casi tanto como a su amado. Pero llegó una triste tarde para los dos. Como también ocurría en las películas que Alba veía, como ocurre muchas veces en la vida real…En la sección de biografías, junto a la de David Wark Griffith, Alba recibió la inesperada noticia: Clarisa había decidido irse a México para operarse y recuperar la vista. Para Ramón era una nueva oportunidad de reencontrarse con los suyos…Para Alba era el fin, la hora de poner un amargo ‘The End’ a su primer resquicio de ilusión madrileña.
 
Ahogada en lágrimas, Alba despertó de un largo sueño. Se había quedado frita mientras leía unas páginas de un libro de Román Gubern en la librería ‘Ocho y medio’. Toda aquella historia era producto de su afilada imaginación de señora anciana. Aquella tarde había elegido la librería madrileña, su rincón cinéfilo favorito, para esperar a sus nietos, que venían a verla a su enorme piso en la calle Martín de los Heros.
 
Impaciente, viendo que volvían a llegar tarde como de costumbre, Alba salió del local sonriendo, impresionada ante las imágenes que su ya torpe cerebro podía crear. A la salida, la estaba esperando, radiante como de costumbre, su nieta Eva. Al abrazarse, Alba no podía creer lo que sus genes habían hecho con aquella jovencita. Cada vez que la veía estaba más alta y con los ojos más llenos de pestañas. Al avanzar el camino hacia su casa, su nieta le hizo una curiosa pregunta: “Abuela, ¿no fue en una librería así donde conociste al abuelo?”. Alba la miró extrañada y el corazón le bailó en el pecho. Parecía que, después de todo, los sueños no sólo estaban hechos de celuloide…