La carrera del director M. Night Shyamalan es, cuando menos, digna de estudio. Mientras cualquier realizador mainstream (desde Scorsese hasta Fincher) en el fondo se doblega a los intereses de la maquinaria hollyoodiense, el responsable de El sexto sentido siempre busca formas diferentes de expresión y hace lo que le da la gana y como le da la gana. Lamentablemente sus últimas películas o han sufrido graves errores de marketing (Señales, El bosque) o se han quedado a medio camino de lo que el realizador quería contar (La joven del agua, El incidente). Pero en el caso de su último título Airbender, el último guerrero, adaptación de la serie animada Avatar: La leyenda de Aang parece que finalmente ha conseguido su objetivo, que no era otro que sacarle 150 millones a la Paramount y hacer una película para disfrute de sus hijos. El problema es que cualquier público que no sea el infantil se aburrirá soberanamente con esta propuesta.
La película comienza con los hermanos Katara y Sokka, que viven en las heladas tierras del sur de un mundo ficticio. Entre los hielos descubren a un niño, Aang, que resulta ser el último Avatar, el ente que es capaz de dominar los cuatro elementos: agua, fuego, tierra y viento y traer la paz a las cuatro naciones que cohabitan en conflicto durante los últimos cien años. Ciertamente de este material es complicado sacar profundidad, pero la opción de Shyamalan, que es muy consciente del material que tiene entre manos, es la de narrarnos la historia como si fuéramos niños de preescolar. Como el padre que le cuenta a su hijo un cuento antes de acostarse, pero con desgana, sin lógica. Enlaza una secuencia con otra sin un objetivo claro, sin introducirnos a los personajes para que les cojamos cariño y nos identifiquemos con ellos. El director simplemente nos dice «Y ahora, niños, los protagonistas viajan a tal sitio, y pelean contra el malvado imperio del fuego y resultan vencedores porque son muy buenos, muy buenos y merecen ganar». Y de esa forma Shyamalan consigue que cerremos los ojos y nos durmamos.
Los diálogos, risibles, obra también del director no los podría levantar ni el mejor reparto de actores infantiles británico. Pero es que además el casting entero es todo un error. Desde el pequeño Noah Ringer que se limita a parecer profundo y vulnerable a la vez (cómo te echamos de menos Haley Joel Osment), pasando por la cara de pasmado de Dev Patel (Slumdog Millionaire) hasta llegar a la vergüenza ajena que produce cada palabra pronunciada por Jackson Rathbone (también visto en la saga de Crepúsculo). Ninguno de ellos logra dotar de una mínima emoción a sus personajes y a sus conflictos. La película falla a tantos niveles que ni siquiera el posible mensaje ecologista o pacifista cala en el espectador, que está más interesado, entre cabezada y cabezada, en los, por otra parte, nada espectaculares efectos especiales y en un 3D muy discreto. La posible lectura sobre una vida en armonía con los elementos, la naturaleza y nuestros semejantes queda diluída entre asaltos a ciudades fortificadas y filosofía de baratija.
Pero no todo van a ser aspectos negativos. La música de James Newton Howard está muy bien, aunque no llega a la maestría que consiguió con El bosque, su mejor partitura hasta la fecha. Y, por desgracia, poco más. Bueno, sí, quizá la ligera satisfacción malsana que se le queda al espectador cuando ve el final, completamente abierto a una secuela que se sabe con seguridad que nunca se va a producir. Porque Shyamalan se la ha colado una vez a los de la Paramount, pero no habrá una segunda vez.
Airbender, el último guerrero se estrena mañana viernes en cines de toda España