Al hilo del estreno del remake de Furia de titanes y los palos que se ha llevado por parte de la crítica, comentaban en una red social cuán injusto era que no se midiese la valía de una película basándose en sus capacidades, y que a films como éste, que sólo aspiran al entretenimiento, no puede exigírseles más que el de hacer pasar un buen rato. A menos que por divertir entendamos distraer –embelesar, deslumbrar– cabría decir que el film de los mitos griegos ni siquiera cumple sus aparentemente sencillos objetivos. Y es que divertir en el cine es una cuestión bastante complicada y a menudo infravalorada por los productores y sus planes de venta, centrados en un enfoque puramente espectacular, que sature nuestros sentidos sin llegar a perturbar la inteligencia.
El escritor, de Roman Polanski, es el vivo ejemplo de que un film divertido y ameno no debe pertenecer a una categoría crítica o cinematográfica secundaria, ni tampoco implica un guión simple para encefalogramas planos. Con un argumento de partida propio de una novela de espías de Tom Clancy, Polanski construye una deliciosa película que discurre ligera, pero contiene a su vez profundidad política y continuas lecturas en paralelo con acontecimientos recientes. La historia se centra en «el escritor», personaje anónimo y negro del mundo editorial que es contratado para corregir y rehacer las memorias de un exprimer ministro de Gran Bretaña cuando el anterior muere en extrañas circunstancias. Durante sus encuentros con el político, éste es acusado de colaborar con la CIA en la captura de sospechosos de terrorismo en Pakistán para que les sometan a torturas.
El realizador francés huye del discurso solemne asociado al género y hace uso de un tono socarrón y a veces ingenuo que permite al espectador asistir al desarrollo de muchos pasajes con una abierta sonrisa que nunca llega a ser frívola. El suspense y, a la postre, la diversión están asegurados por una trama salpicada de enredo, azar y giros perfectamente hilvanados, en la que, por supuesto, se juega con el espectador y se hace patente la agradecida influencia y ovación al mejor Alfred Hitchcock. Los responsables de que por debajo de la línea argumental geopolítica encontremos buen material humano son una colección de personajes imposibles, perfilados hasta el extremo por cada línea escrita para ellos, y que encarnan una irresistible ambigüedad moral que hace pensar pero no sentencia, y deja finalmente al film en una postura bastante neutra respecto de cualquier posicionamiento ético.
Más allá de su escritura, la película cuenta con un elenco de actores estupendamente situados y preparados para la réplica; una fotografía especialmente cuidada y memorable en algunas secuencias prácticamente en penumbra; una dirección artística fascinante y un apartado musical del compositor Alexandre Desplat que queda a la altura de las míticas partituras de Bernard Herrmann y en ocasiones se convierte en protagonista absoluto del film.
Todos los elementos reunidos en El Escritor bajo la batuta de Polanski acaban siendo determinantes y apoyan el acabado final de una película que, a pesar de su regusto clásico, no es sólo un encendido homenaje. Es también un logrado esfuerzo por apelar al espectador con un desarrollo argumental que se sirve de todas las herramientas al alcance de la producción, convirtiendo lo ordinario en singular y aprovechando cada minuto de metraje para demostrar que la historia (y la Historia) se puede contar de muchas maneras, y casi siempre provocando reacciones de lo más encontradas.
A eso yo lo llamo diversión.