'Harry Potter y el misterio del príncipe'

Cuando Harry encontró a Ginny

'Harry Potter y el misterio del príncipe'

La sexta entrega de Harry Potter, El misterio del príncipe, dirigida por el británico David Yates, también responsable de la anterior La orden del fénix y de las próximas Las reliquias de la muerte, se erige como una rara criatura, un experimento de ideas, cuyo discurso acaba siendo más entretenido que la propia identidad del filme. Obviamente estamos ante una cinta que bebe de los esquemas y personajes de las pretéritas películas (quizás demasiado) pero que en cambio se aparta a la hora de proponer un mismo formato.

Las soberbias críticas que está recibiendo la película por parte de la prensa de medio mundo sin duda han ayudado a despertar las expectativas de una audiencia un tanto manoseada por tanta poción y sortilegio. El público que va creciendo a la par que Potter ya no es el mismo. El encandilamiento infantil de las primeras películas fue arrancado de cuajo en una magnífica y maravillosa fábula llamada El prisionero de Azkabán, un mérito que recoge al vuelo su director, Alfonso Cuarón. Newell aportó aventura y romanticismo a El cáliz de fuego, manteniendo un cierto nivel en la franquicia. Yates, como nuevo regidor del Hodwarts cinematográfico inyectó continuidad y solidez con La orden del fénix. Sin embargo, esta nueva cinta, El misterio del príncipe, es otro cantar nunca visto.

Uno se queda perplejo cuando lee ciertas críticas en la que la nombran como la «reinvención del horror británico». Pues nada más lejos. Porque gran parte del metraje se centra en las chiquillerías románticas del trío de ases, y uno se pregunta si esta nueva versión de High School Musical a lo Potter tiene alguna gracia en especial. Y efectivamente la tiene. El misterio, la tensión y la intriga se hacen vacuas ante los guiños, sonrisitas y demás flirteos de sus hormonados protagonistas. Con unos diálogos realmente graciosos este Potter es sin duda, una comedia en toda regla. La tensión sexual entre Ron y Hermione salta por los aires con gran química y veracidad gracias a las grandísimas interpretaciones de Emma Watson y Rupert Grint, que en esta película están transparentes, ella sutil, él como un gran Charlot, ayudados por unas líneas incisivas. Sin duda, dos grandes promesas del cine británico. No se puede decir lo mismo del ¿amor? entre Harry y Ginny, cuyos actores no logran escapar de la incompetencia interpretativa. La actriz Bonnie Wright está simplemente fatal y qué decir de Daniel Radcliffe. No sé si su interpretación en Equus en el teatro le están dando renombre pero con cada película se demuestra lo inválido y escasamente versátil que es ante una cámara. Cuando se pone a llorar uno no puede evitar mirar al señor de al lado para ver si está pensando esto de: qué mal actor que es.

El resto del reparto navega entre dos aguas. Por un lado, las grandes presencias, un Michael Gambon cuyo Dumbledore siempre estará más allá de lo que Rowling pueda esperar (yo le hubiera nominado al Oscar por El cáliz de fuego), la siempre breve Maggie Smith (cuyos tristes ojos son capaces de distinguirse entre decenas de rostros) y un excéntrico Jim Broadbent encarnando a la perfección un neurótico Slughorn con sus tics y sus gestos. También hay que resaltar el gran paso firme que ha dado Tom Felton, ese rubiales buenorro y malvado llamado Draco Malfoy, cuyo retrato tosco del chico malo en el papel ha sido trasladado con sumo cuidado a la elegancia y el corazón hundido del Draco en pantalla. Algo bueno sin duda ha salido del mal. El resto de personajes vagan en la subnormalidad supina a la que Rowling condena a quienes no forman parte de la historia (Bellatrix, interpretada por Helena Bonham Carter; Lavender Brown, la novia de Ron, éste último especialmente bochornoso).

Con un reparto sólido, Yates experiementa con una historia esencialmente vacua cuyo interés, a diferencia de las anteriores películas, es sorprendentemente obviado. Por mucho que el director se esfuerza, los primeros trazos del argumento acaban sobrando ante la fuerza de las intrigas amorosas de sus acalorados adolescentes. A nadie importa si Dumbledore cree que el colegio está en peligro o si se rompe un puente en Londres (hasta la mismísima película deja en el aire este retazo argumental), lo único que importa es lo que Hermione pueda sentir por Ron. Cuando esto parece írsele de las manos, Yates introduce el Quidditch, mete a un Malfoy en plan Armani, pero nada funciona como la comedia que subyace, el elemento ligero. Así hasta que se abre un corte profundo. Las carcajadas durante la primera hora se cortan y con calzador el horror entra por los poros de la pantalla. Un cambio que no es explicado, ni premeditado, ni predecible, ni coherente. Un corte que termina por sangrar la deriva de la cinta y que poco o nada tiene que ver con la primera hora de película.

Harry Potter y el misterio del príncipe no es un Harry Potter más. Porque a diferencia de los otros, aquí no hay un misterio, ni ningún secreto, porque básicamente no hay historia que contar. La cinta es una amalgama de escenas hiladas con nula regularidad que sobreviven gracias al talento de su director para hacer entretenidos pasajes cuya reflexión objetiva es bochornosa. Uno realmente se pregunta si el éxito de J. K. Rowling es merecido o no, porque esta entrega carece absolutamente de argumento y aún así consigue levantar el vuelo gracias al esfuerzo de todo un equipo cinematográfico. Incluso cargando con ciertos personajes de brocha gorda esta película sobrevive a las estupideces de su autora. Podríamos decir incluso que el Potter del cine ha salido vencedor de la humillante derrota a la que su autora le tenía condenado en el papel.

El ritmo pausadísimo (incluso aburrido), sólo sostenido por la chispa de sus diálogos y de ciertos actores, se malogra también con una fotografía monócroma y poco estilosa. Bruno Delbonnel, nominado al Oscar por Amélie y Largo domingo de noviazgo, y sorprendentemente tan laureado por este trabajo en concreto, oprime la magia de Hodwarts y abusa de planos cortos quitándole toda aportación imaginativa al conjunto. Prefería la vívida paleta paisajística de El prisionero de Azkabán, un gran trabajo de Michael Seresin. La estupenda música de Nicholas Hooper tampoco brilla, ya que simplemente no suena cuando tiene que sonar, y eso es algo que me temo que no es culpa del músico. Tampoco brilla el siempre excelente trabajo de Stuart Craig, nominado al Oscar por La piedra filosofal y El cáliz de fuego, que definitivamente queda sepultado por la constreñida fotografía anti-preciosista.

En resumen, se queda lejos de El prisionero de Azkabán y El cáliz de fuego, que siguen siendo las reinas de la saga, pero ofrece una nueva perspectiva a la franquicia. Y lo que es más importante, reafirma a David Yates como el director ideal para mantenerse en el cargo. Este nuevo Potter se alza como un intermedio, una pausa en la trama del mago. Es una concesión interna, un pequeño desvarío experimental, para probar e introducir elementos distintos. Una composición irregular de géneros que acaba cuajando gracias al potente desarrollo de ciertas interpretaciones y un concepto más teatral y menos espectacular. Un giro que esquiva el mortífero argumento tontorrón que se monta la patrona. Es decir, es una demostración de que se puede hacer una película de Harry Potter sin J. K. Rowling, es más, se debería para así prescindir de esas cadenas anodinas que la atan a explicaciones ininteligibles de pocimitas, personajes bobos e intrigas sin chicha. Potter se ha hecho mayor y como todo chaval de su edad debería cantarle alguna que otra a su madre.