'Rock of Ages', una broma musical y despreocupada

‘Rock of Ages’, una broma musical y despreocupada

En los últimos 20 años se ha impuesto con fuerza un subgénero del musical consistente en tomar unas cuantas canciones pop y escribir una trama para ensartarlas. El bombazo de Mamma Mia! motivó que se escribieran multitud de estos jukebox musicals, generalmente ligados a grupos de éxito. De ahí viene Rock of Ages, que en lugar de escoger a una banda concreta parte de una selección de temas de los ochenta.

Como ocurre en todo jukebox musical, el argumento es bastante simple y poco original: chica de pueblo llega a Los Ángeles con una maleta de sueños por romper; al final se terminarán rompiendo, pero tendrá un aterrizaje suave gracias a su historia de amor con un camarero del garito rockero más veterano de la ciudad. Nada nuevo.

Adam Shankman, que venía de dirigir con notable acierto el remake de Hairspray, es consciente del pobre material dramático con el que trabaja. Y por ello no le dedica ni medio esfuerzo en hacer interesante una historia tan manida y previsible como esta. A cambio, su apuesta es la pura diversión despreocupada. Sin querer ser la comedia gamberra descerebrada ni un fino retrato burlón. Puro entretenimiento para todos los públicos.

Su apuesta es la correcta porque, en efecto, el libreto original no da para más. Escrito en un principio para un club del mismo Los Ángeles, en su recorrido por grandes teatros del mundo anglosajón Rock of Ages siempre ha puesto el acento en la música y la broma, consciente de sus limitaciones.

Y música y broma funcionan bien en su salto al cine. Las canciones están rodadas de forma impecable, desde ese primer número en un autobús nocturno hasta el final apoteósico en un estadio pasando por el grupo de conservadoras de iglesia lideradas por Catherine Zeta-Jones.

Sin embargo, la adaptación adolece de un grave problema estructural que los guionistas no han sabido o no han querido solucionar: la película mantiene la narración en dos actos, con un final del primero tan climático que el espectador tiene la sensación de que está viendo dos películas seguidas o, más aún, dos episodios de un Glee ochentero uno detrás de otro (impresión que se refuerza al compartir ambas canción principal: ‘Don’t Stop Believin»).

Mención especial merece el amplio reparto de la cinta. Mientras los protagonistas (Julianne Hough y Diego Boneta) son marcas blancas que responden a la falta de interés del director por la trama de la cinta, el foco se recrea en los secundarios. Alec Baldwin empieza cual pulpo en un garaje, absolutamente desconcertado en su papel de propietario de garito venido a menos, aunque termina por reengancharse; el británico Russell Brand incorpora a su sidekick con los ticks que caracterizan el trabajo de este cómico. Mucho mejor está Catherine Zeta-Jones, que hace suyo el tono de broma y está tremendamente payasa en su rol de defensora de la moralidad. Lo mismo que Paul Giamatti, que interpreta con socarronería a un manager manipulador.

Y, sobre todo, Tom Cruise. ¿Que tiene que hacer la gran estrella de Hollywood para que se le tome en serio? Mucha comedia, piensa. No es mala idea: aquí incorpora al mayor astro de la música cuyo ascenso ha sido tal que vive en la permanente decadencia, rodeado de mitos y leyendas que él mismo cultiva, preso de su personaje. Pocos se atreverían a burlarse tan abiertamente de sí mismos y Cruise lo hace con pasión. Un trabajo sobresaliente.