Las razones del éxito están claras. Desde el plano secuencia que abre la película y que nos pone en los ojos del asesino (nunca hubo mejor homenaje a la utilización del plano subjetivo de Hitchcock) que resulta ser un niño en apariencia inocente, hasta la utilización de una inquietante banda sonora compuesta por el propio Carpenter, la película es un modelo de maestría narrativa. Escenas tan inolvidables como aquella que encierra a la protagonista, una debutante Jamie Lee Curtis, en un armario que el psicópata Michael Myers intenta abrir a toda costa, lo certifican. Pero más allá de su pericia técnica para causar auténtico pavor en el espectador, lo que «Halloween» (mal llamada «La noche de Halloween» por los lumbreras de la distribución española) hizo es alertar a la sociedad americana de los peligros que subyacen en sus pequeñas y tranquilas ciudades. No descubrimos nada nuevo al decir que Michael Myers encarna el mal en estado puro, aquel que jamás se puede destruir, casi una metáfora de la dualidad de América: un lugar maravilloso (la plácida ciudad protagonista en la película) lleno de confusión moral.
La única pega es que lo que en aquella película independiente suponía novedad narrativa, en pleno siglo XXI, tras los Jason, Freddy Krugger y Screams que vinieron después, se ha convertido en puro cliché. Para una generación acostumbrada (según algunos estudios) a ver una imagen que no dura más de 30 segundos, ver esta película debe ser tan soporífero como visitar un museo lleno de piezas de arqueología. Sin embargo, más allá del valor histórico, es la ausencia de sangre y de violencia explícita la que hace que la malsana e inquietante atmósfera de la que hace gala la cinta la conviertan en una pieza viva que nos advierte de los peligros y la esquizofrenia que rodean al ser humano y a la sociedad. ¿Qué es si no el propio género de terror? Por eso mismo, feliz cumpleaños para «Halloween», y esperemos que no lo celebren con muchas secuelas más…