Tras el estreno de la película en Atlanta, con halagos que iban desde lo bueno hasta lo extraordinario, Leigh vivió un 1940 lleno de sorpresas agradables. Ganó un Oscar a la mejor actriz y pudo al fin casarse con el hombre de sus sueños. Ese mismo año, y por compromiso con la Metro Goldwyn Mayer, rodó la que sería su película favorita de entre las pocas que hizo: «El puente de Waterloo» (Mervyn LeRoy, 1940). La bailarina Myra que acababa suicidándose incapaz de perdonarse una obligada vida de prostitución (muy sutílmente reflejada, al estilo de Hollywood) era ya el inicio de una serie de personajes que tenían mucho más que ver con la actriz que la fogosa y luchadora Escarlata O’Hara. Tras este primer reflejo de los dolorosos y vulnerables personajes que haría en el cine se fue a Inglaterra con su marido, huyendo del estrellato de Hollywood que tan fácilmente habría podido obtener al ser la protagonista de la película más exitosa de todos los tiempos.
Con Olivier vivió años de felicidad en una típica mansión inglesa del siglo XIII llena de jardines. En ella agasajaba a sus invitados con fiestas memorables que convirtieron a la pareja en una especie de realeza de la interpretación. Este título no oficial se consolidó cuando a Olivier lo eligieron Sir y caballero de la Orden del Imperio Británico en 1948. Su felicidad era insultante, tanto que disminuía sus apariciones en el cine en películas como «Cesar y Cleopatra» (Gabriel Pascal, 1945) o «Ana Karenina»(Julien Duvivier, 1948), que constituyeron sendos fracasos comerciales. En estas películas la actriz representaba a dos míticos personajes, uno histórico y otro literario con un aplomo y belleza inigualables, haciendo de la amargura de la última un retrato conmovedor. El teatro era lo suyo y junto a su marido produjo y protagonizó todo tipo de obras que hicieron que los críticos la considerasen la mejor actriz de Inglaterra.
A pesar de toda esta dicha, la actriz tenía un problema de causa mayor: en 1945 le habían diagnosticado tuberculosis y comenzaban sus frecuentes crisis de ansiedad y depresiones. En 1951 volvió a Hollywood para repetir en la gran pantalla un papel que le había dado grandes satisfacciones en la escena británica: el de Blanche DuBois en «Un tranvía llamado deseo». La madura enajenada, adicta al sexo con jovencitos, mentirosa y conmovedoramente estrafalaria era un personaje perfecto para una Leigh que se encontraba en esta película con Marlon Brando y un enérgico Elia Kazan en la dirección. Dicen que su estilo de interpretar chocaba con el «método» empleado por Brando, pero todo ese conflicto no hizo más que beneficiar la película en sí. Cada vez que Blanche decía :»Yo no quiero realidad, quiero magia», el espectador podía intuir muchas aristas de la cada vez más incomprendida y depresiva Vivien Leigh…