"CAMELIAS PARA LA DIVINA GARBO"(Crítica de la película "Margarita Gautier", George Cukor, 1936)

Pocas estrellas del cine le han podido hacer sombra a Greta Garbo. Retirada a los 36 años y nada menos que en el año 1941, la «divina» ha conservado la miticidad y el misterio necesarios para alcanzar la categoría de estrella inmarchitable con el paso de los años y hoy, hasta el más inculto espectador de cine ha oido hablar alguna vez de ella o de su aureola de misterio. En 1936 la Garbo se encontraba en una posición privilegiada en la Metro Goldwyn Mayer, estudio al que ofrecía sus servicios y del que podía sacar casi cualquier cosa que ella desease. Excéntrica hasta la médula, cínica con las obligaciones que la fama acarreaba y segura de sí misma, Greta Garbo tenía un séquito artístico que hacía posible la mayoría de sus películas y entre ellos se encontraban el músico Herbert Stothart, el director de fotografía William Daniels o el diseñador Adrian que confeccionaba con sumo gusto sus habituales sombreros de época. Y es que uno de los rasgos más característicos de la Garbo del cine sonoro eran las películas de època basadas en grandes personajes históricos o en emblemáticos caracteres femeninos de novelas del siglo XIX.
La novela de Alejandro Dumas, «La Dama de las Camelias» ya había sido llevaba al cine con Rodolfo Valentino como protagonista en los años 20, pero la Metro echaría el resto para esta adaptación con unos barrocos y exquisitos decorados que llenan cada plano para mostrar el rico y festivo ambiente parisino de 1847. El director elegido, George Cukor, fue y sigue siendo un capaz director de algunas de las mejores comedias de la historia del cine y también un reconocido director de actrices como demostró consiguiendo algunas de las mejores interpretaciones de su gran amiga Katharine Hepburn o de Joan Crawford, Judy Garland y otras grandes estrellas de la época. Su talento para la psique femenina se muestra desde los primeros momentos de la película, en los que se produce una divertida confusión en la ópera de París que reverdece viejas rivalidades de mujeres frívolas, caprichosas y sumamente superficiales. Ahí es donde comienza la historia de esta cortesana de vida alegre que vive al día y desconfía del amor verdadero casi tanto como de sus propias compañeras de juergas y algarabías. Ahí es también donde conocerá al joven Armand Duval, el amor de su vida, al cual no sólo se verá obligada a renunciar por sus constantes caprichos y el patrocinio económico de un noble, sino por la expresa petición del padre del muchacho.
El talento de Cukor siempre fue invisible a la cámara y dejó que el diálogo y los actores fuesen los protagonistas en la mayoría de las ocasiones, lo cual ha hecho que su cine sea considerado (muchas veces de manera injusta) teatral y estático. En esta película demuestra un enorme talento a la hora de conseguir planos expresivos como el general de Margarita subiendo la montaña mientras Armand sabe que nunca la volverá a ver, o el del enfrentamiento de éstos en los que interpone sabiamente una vela en primer término del encuadre. A pesar de estos momentos (y de otros igualmente destacables como el elegante plano con los dos protagonistas reflejados en un espejo y dentro de una composición que se ayuda de la riqueza del decorado y el vestuario) es justo decir que Cukor nunca destacó por florituras técnicas y que en la mayoría de las ocasiones su dirección es funcional y se apoya más en unos diálogos geniales («Nadie elige el corazón que tiene» ó «Si tú no puedes curarme, ¿cómo podría el médico?) y en el «dejar hacer» a los actores dentro de escenas cargadas de dinamismo en las que se muestra su talento para lo cómico (la cena en casa de Margarita llena de chismorreos, bromas de trazo grueso o risotadas de mujeres son el mejor ejemplo, aparte de la ya mencionada apertura del film). La propia Garbo consideró ésta su mejor interpretación y así lo consideraron también los Oscars de aquel año con una nominación y los críticos de Nueva York con un premio bien merecido. Ciertamente es una Garbo menos poética y mística que en otras ocasiones (la dirección de Cukor no «hablaba» tanto con la cámara como con los diálogos, y este hecho repercute sobremanera en ese aspecto) pero a cambio tenemos a una actriz más expresiva y segura de sí misma que nunca, que muestra muy bien su ductilidad a la hora de encarnar a un personaje que va desde el cinismo descreído de una creíble madurez (la Garbo parece mayor de lo que es en esta película, y ayuda también la apariencia juvenil e ingenua de su «partenaire», Robert Taylor) a la moribunda dama romántica que ha aprendido a creer en el amor renunciando a el voluntariamente. Sus compañeros de reparto no pueden destacar ante tal derroche de magnetismo, pero Robert Taylor sabe ayudarse de su blanda e infantil apariencia para componer a un Armand que va perdiendo capas de ingenuidad conforme avanza la historia y que da signos de convicción en la escena en la que tiene que echar públicamente un manojo de billetes a la mujer que más quiere en el mundo. De los secundarios destaca la gordinflona y genial Laura Hope Crews, a la que todos recordamos como la histérica e hipocondríaca «Tía Pitty» en «Lo que el viento se llevó», como una muestra ejemplar de esa licenciosa y frívola sociedad parisina que Cukor y el propio Dumas en su novela parecen criticar. Tal vez ese hecho, unido al incuestionable sabor añejo de los motivos que separan a la pareja (nada vigentes ni reconocibles para el espectador de hoy) es el que separa a ésta película de otras grandes obras maestras protagonizadas por Garbo, como «La Reina Cristina de Suecia» o «Ninotchka». Tal vez sea ese «algo» indescifrable que tienen las películas perfectas el que nos impide verla como una obra cumbre de la historia del cine. El caso es que la triste historia de la dama de las camelias (muy popular en nuestro siglo gracias a su moderna reinterpretación en «Moulin Rouge») nos sigue afectando y gustando tanto como el mejor culebrón de sobremesa. Y lo más importante de todo: nos sigue mostrando el talento indiscutible y la magia de una de las leyendas más grandes de todos los tiempos: la irrepetible y única, la «divina» Garbo.
Una de las mejores secuencias de «Margarita Gautier»