La traslación al cine fue obra de Columbia, jugandose el tipo con la censura y llevando a sus estrellas al límite. Katharine Hepburn aceptó encantada ser la gran dama sureña que idolatra a su retoño y baja a su gran salón en una especie de trono-ascensor, pero acabó escupiendo al director, Mankiewicz, al finalizar el rodaje. Tal era la tensión que se vivía en un plató al que llegaba siempre tarde Elizabeth Taylor y en el que Montgomery Clift era humillado a diario entre copa y copa de alcohol. Sin embargo, a pesar de las dificultades, «De repente el último verano» rompió muchos tabúes, como lo había hecho «Un tranvía llamado deseo» años atrás. Hoy en día cuesta relacionar canibalismo con homosexualidad, y cuesta ver porqué los pequeños «vicios» del joven cadáver al que se alude en toda la historia suponen tal afrenta para su madre. Pero Williams habla de una sociedad cerrada y conservadora en la que el deseo puede aflorar con consecuencias dramáticas, y en la que la locura no es más que la excusa para enjaular los instintos más primitivos del ser humano.
Lo realmente destacable de la película es la capacidad de Mankiewicz para hacer una película gótica en lo visual, dado su estilo teatral, limitado casi siempre a la filmación de grandes diálogos. Aquí las conversaciones tienen la altura melodramática y desaforada de su autor original, pero están acompañadas de un expresionismo visual que llega a su cénit en momentos como el encuentro de la Taylor con los locos del hospital (magnífico montaje, acelerado y claustrofóbico), los contrapicados que muestran a Hepburn como el monstruo poderoso que es, o el flahsback final, impregnado de un onirismo trágico y cruel al tiempo que el director utiliza primerísimos planos de tía y sobrina, enfrentadas por fin a la verdad de la muerte de Sebastián, ese joven poeta homosexual al que nunca vemos, pero cuya presencia nos embauca de principio a fin como si se tratase de la «Rebeca» de Hitchcock. Ambas actrices realizan los papeles más iconoclastas de toda su carrera, siendo especialmente destacable Elizabeth Taylor, que aguanta el tipo en un difícil monólogo final, mostrando porqué muchos ya no la consideraban sólo una cara bonita. La escena de los bellos efebos devorando al joven al que han proporcionado placer sexual sigue siendo (aunque poco explícita y limitada por la censura de la época) una de las más crudas de la historia del cine, y una prueba feaciente de la visión de Williams: la sociedad es demasiado cruel para admitir el deseo carnal como algo innato al ser humano.
VALORACIÓN: **** 1/2