DEBORAH KERR (1921-2007):La Dama del hielo volcánico

Hacía años que Deborah Kerr se encontraba mal de salud debido al parkinson y a numerosos problemas de salud que el pasado 16 de octubre devinieron en la muerte de una de las grandes damas de la historia del cine. Por encima del tópico, la actriz nacida en Escocia en 1921 fue una de las pocas estrellas de Hollywood en hacer gala de una humildad que no era la habitual en el oeste californiano.

Con un físico imponente y pinta de no haber roto nunca un plato, la joven Deborah Kerr se introdujo en el cine gracias a una tía que trabajaba en la radio y pronto se convirtió en una de las estrellas de ese tándem de genios del camp y de la utilización del color que eran Michael Powell y Emeric Pressburger. De hecho, fue su interpretación de una monja atormentada por su pasado y su represión sexual en «Narciso Negro» fue la que llamó la atención de los ejecutivos de Hollywood y de la Metro en particular. Aunque no estaban muy convencidos de contratarla, la Kerr se acabó convirtiendo en el prototipo de dama británica, bella y fría, de la meca del cine. Como es habitual en Hollywood, para ser una estrella hay que pagar el peaje del estereotipo, de la clasificación injusta e inalienable. Así, títulos míticos del cine espectacular como «Quo Vadis» (Mervyn LeRroy, 1951) la convirtieron en una buena actriz que diese empaque a productos bastante menos artísticos que los que había realizado en Gran Bretaña.

En 1953, y huyendo del fantasma de su impoluta imagen, Kerr protagonizó «De aquí a la eternidad» (Fred Zinnemann, 1953) en donde interpretó a una adultera. Costó sudor y sangre convencer a Harry Cohn, el ejecutivo de Columbia, de que la fría Deborah era la volcánica y apasionada amante que buscaban pero, visto el mítico y erótico beso en la playa que protagoniza con un fornido Burt Lancaster, las dudas iniciales se desvanecieron inmediatamente. Tras protagonizar uno de los clásicos indiscutibles de la década, Kerr continuó la galería de personajes inolvidables con obras tan arriesgadas como «Té y simpatía» (Vincente Minelli, 1956) o con películas de adoración popular como «Tú yo yo» (Leo McCarey, 1957) al lado de Cary Grant. Los 60 llegaron bien con una indiscutible joya del cine de terror como «Suspense» (Jack Clayton, 1960). La interpretación de la Kerr rozando la locura por culpa de esos «inocentes» a los que alude el título original (estúpidamente cambiado, como tantos otros, en nuestro país) inspiró a la de Nicole Kidman en «Los Otros» y le dio una nueva nominación al Oscar, premio que solo se llevaría en 1994 y de manera honorífica; la Academia de Hollywood volvía a pecar de ceguera ante una de sus trabajadoras más incansables.

Sabido es por todos el amor que la actriz tuvo a España debido a sus largas estancias en Marbella con su marido, el escritor Peter Viertel. El autor de guiones como el de «La Reina de Äfrica» (John Huston, 1951) fallecía 3 semanas después que su esposa, convirtiendo su sepelio en una triste anécdota de amor duradero que se acaba con la muerte de uno de los cónyuges. En unos tiempos tan dados al divismo y al egocentrismo del individuo, es magnífico rendir homenaje a una señora que tuvo la suerte de ser una estrella y una gran actriz al mismo tiempo y, lo que es más importante, la suerte de no creérselo jamás.

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