
No lo tenía fácil la Metro a la hora de adaptar esta historia publicada por Frank L. Bauhm en 1900. Era una especie de «Harry Potter» de la época que se realizaba para aprovechar el enorme éxito de Disney con «Blancanieves y los siete enanitos» (1937) y el estudio podía caer en el más absoluto de los ridículos con muñecos que representasen a los personajes fantásticos o con actores disfrazados y maquillados. Se optó por esta última opción y la historia del rodaje es casi tan apasionante como la propia película. En primer lugar hay que tener en cuenta que la repelente Shirley Temple era la máxima estrella infantil (y de la Fox, a la que proporcionaba no pocos dividendos) del momento y que el estudio quiso tenerla para ser su Dorothy a cambio de ceder a Jean Harlow. Sin embargo, la temprana muerte de la rubia platino más famosa de aquella época impidió tal cambio y el estudio se tuvo que conformar con una regordeta adolescente que sabía cantar y bailar a la perfección y a la que vendaron los pechos: Judy Garland.
Con el cásting de la bruja pasó más o menos igual: En un principio querían a una bruja guapa y sofisticada al estilo de la madrastra de «Blancanieves», pero cuando decidieron que la fealdad sería parte de su encanto se decantaron por Margaret Hamilton, una secundaria en plantilla del estudio. Con Buddy Ebsen, elegido para ser el hombre de hojalata, tuvieron también numerosos problemas. El maquillaje de aluminio lo convirtió en alérgico y un día de rodaje lo tuvieron que llevar urgentemente al hospital; evidentemente, dejó el papel en manos de Jack Haley. Si el set era todo un hervidero de problemas, el director que los productores Mervyn Leroy y Arthur Freed (esta película sería el comienzo de su magnífico periplo por los musicales del estudio) tampoco se quedaba atrás a la hora de dar quebraderos de cabeza: Richard Thorpe no conseguía dar con el tono necesario de magia y fantasía que la historia requería. George Cukor lo sustituyó momentáneamente antes de irse al set de «Lo que el viento se llevó» y lo primero que hizo fue cambiar el sofisticado e irreal look de Judy Garland para convertirla en la simple niña con aspecto de granjera que todos conocemos. El director acabó siendo el duro y sagaz Victor Fleming (que también acabaría siendo el director de «Lo que el viento se llevó» sin ser tampoco el único que firmó esa película).
La M.G.M lo tenía difícil hasta ese momento: con un actor enfermo y sustituido, un director despedido y un presupuesto que aumentaba hasta el infinito había que tirar todo lo rodado hasta ese momento a la basura y empezar de nuevo. Cuando Fleming cogió las riendas del set todo fue mucho mejor pero no sin accidentes. La bruja, Margaret Hamilton, casi muere abrasada por las llamas. Todo fue culpa de los complejos y artesanales efectos especiales de la época: la trampilla ascensor por la que la actriz bajaba para simular su desaparición entre el humo y el fuego falló y la actriz casi se quema la cara. Narrando tal anécdota, Hamilton recordaba cómo la llevaron al hospital y le quitaron rápidamente el maquillaje verde de la cara a fin de que no perdiese la piel para siempre. La pequeña perrita Terry, que hacía de Totó, también fue pisoteada por los soldados de la bruja y causó baja, y los tres actores que hacían de espantapájaros, hombre de hojalata y león respectivamente sufrieron cada partícula de sus embarazosos maquillajes. Una de las razones era la alta temperatura del plató debido a la enorme iluminación utilizada para que las pesadas y enormes cámaras de Tecnicolor lo registrasen todo bien. Por si todo eso fuera poco, las borracheras y orgías de todos los enanos que participaban en el rodaje tenían escandalizados a los habitantes de Los Angeles.
A la hora de montar la película tampoco se puede decir que hubiese consenso. La maravillosa banda sonora, obra de Harburg y Arlen (letrista y compositor) fue un quebradero de cabeza. Una canción sobre un insecto de la bruja, el Jitterburg, rompía el ritmo y la intensidad de la escena del bosque y el hoy mítico «Over the rainbow» dio también que hablar. La escena en la que Judy Garland canta la famosísima canción (objeto incluso, de anuncios televisivos de Vodafone, entre otras innumerables muestras de popularidad) fue dirigida por King Vidor dentro del enorme baile de directores que iban participando en el film. Lous B. Mayer, el ejecutivo de la Metro la odió desde el principio. Su razonamiento era elemental: «¿quién demonios se pone a cantar en mitad de un corral de gallinas?». Pero lo más preocupante es que, en una muestra inaudita de ignorancia, el público de la época también odió la canción en los pases previos al estreno. Si no llega a ser por la intervención de Arthur Freed esta jamás habría llegado al montaje final.
La película se estrenó en Estados Unidos en agosto de 1939, en mitad del considerado mejor año de la historia de Hollywood, y el resto es historia. En principio costó que recuperase su enorme presupuesto pero, como dijimos antes, la leyenda de Oz no hacía más que comenzar……