
A primera vista, Errol Flynn no parecía la elección más adecuada para enfundar una pistola y hacer de sheriff justiciero de las grandes llanuras del «far west»(quizá por eso los guionistas lo convirtieron en irlandés en esta película) pero había demostrado ser el rey de la taquilla y del aventurero cine de la Warner desde que protagonizase «El Capitán Blood» en 1935. Sabido es por todos que su habitual compañera en esas películas, la dulce Olivia de Havilland, se llevaba fatal con el tasmano más famoso de la historia del cine, y que era blanco de su galantería descarada, sus bromas sexuales de todo tipo y del pillaje que fue siempre símbolo de este aventurero y vividor tanto dentro como fuera de la gran pantalla. Olivia fue prácticamente obligada a hacer esta película por el jefazo del estudio, el famoso Jack L.Warner, mientras buscaba papeles de más enjundia que el de florero habitual del héroe (ese mismo año era Melania en «Lo que el viento se llevó»). En cuanto a Errol, salió más que airoso del reto, y acabó convirtiéndose también en icono de este género llamado «del Oeste» en nuestro país.

La película comienza de forma trepidante con una carrera entre lo viejo y lo nuevo, entre una diligencia que lleva el correo y un tren de vapor, con ángulos de cámara insospechados, sin música y con un montaje frenético, y así sucederá con muchas de las escenas del film como la de la lucha en el «saloon». Curtiz también demuestra su talento pictórico para los planos generales mostrando paisajes que cortan el hipo cuando se ven en el clásico Technicolor de la cinta(estamos, probablemente, ante los atardeceres, los contraluces y las escenas de masas más bellas de la historia del cine). Pero ante todo, demuestra que sabía narrar como nadie. Los travellings para seguir a los personajes son contínuos para que el público no se aburra, comienza numerosas secuencias con un llamativo plano detalle y deja su habitual sello a la hora de mostrar sombras (herencia del expresionismo alemán que lo formó como director) fundamentales para el avance de la acción (reflejadas en una puerta para ocultar al espectador la identidad de un asesino o en el suelo para informar a un personaje de que unos bandidos han subido al tren para asaltarlo). Enfatiza detalles mediante el montaje como la estrella de papel del niño muerto encadenada con la de Flynn para informarnos de que ha aceptado el puesto de sheriff tras sus iniciales reticencias o la serie de portadas de periódico en la máquina de imprimir para hacer avanzar la historia mostrando como la justicia va triunfando al fin en la díscola y anárquica ciudad. Además de la dirección sabia de Curtiz, eternamente despreciado para los intelectualoides que no ven en su cine suficientes marcas de «autor», los actores están estupendos a pesar de encarnar a arquetipos. Y es que en esta película podemos encontrar a la flor y nata del Hollywood de aquellos días, a caras como las de Alan Hale (habitual amigo «graciosete» de Flynn en sus aventuras), Bruce Cabott, Ann Sheridan (algo desperdiciada aquí), Henry Travers (el inolvidable ángel de «Qué bello es vivir») o Victor Jory.
La película, estrenada en la propia ciudad de Dodge en medio de una inmensa campaña publicitaria y la asistencia de estrellas por entonces desconocidas como Jane Wyman o Humphrey Bogart, fue un enorme éxito y es una enorme injusticia no recordarla como uno de los clásicos imprescindibles del cine de aquella época. Una forma excelente de pasar casi un par de horas con un cine que tiene sabor a sábado por la tarde, a disfrute de principio a fin proporcionado por un gigante al que se debería valorar mucho más, Michael Curtiz, y por la que siempre será nuestra estrella gamberra favorita: el incomparable Errol Flynn.