Cada vez que colocan a Douglas Sirk en el pedestal de los grandes creadores de melodramas artificiosos e impostados que acababan descubriendo brutales ironías y crítica social bajo sus hermosas capas, es inevitable no recordar a uno de los directores más infravalorados de la historia del cine: William Wyler. El hecho de que los críticos franceses defensores del cine de autor no le encontrasen un denominador común a su cine para endiosarlo y clasificarlo dentro del elitista grupo de los verdaderos «auteurs» y el imperdonable (no para mí, claro está) patinazo de rodar «Ben Hur» en 1959 y ganar 11 Oscars han sido detonantes de cierta ignorancia hacia su cine, negando el hecho indiscutible de que, a la hora de rodar melodramas complejos y poderosos, nadie le ganaba a Wyler. Lo demuestran sus tres melodramas con Bette Davis ( «Jezabel», «La Carta» y «La Loba») y también otros menos conocidos pero igualmente magistrales en su osadía por remover conciencias y por epatar al espectador utilizando la narración cinematográfica como excusa.
«Esos Tres» es quizá la película Wyler por excelencia: argumento «de prestigio», uso eficiente de la profundidad de campo, colaboración de la autora izquierdista Lillian Hellman y producción de Samuel Goldwyn, con quien el director colaboraría en infinidad de ocasiones. La historia cuenta con un triángulo muy especial: el que se forma con dos amigas que acaban de abrir una escuela privada de enseñanza infantil y su amigo doctor enamorado de una de ellas. La maledicencia de una niña malcriada y un rumor maquiavélico destruirá la vida de los tres y provocará las dudas entre ellos. En la obra original ese rumor era el lesbianismo de ambas profesoras y provocaba el cierre de la escuela y el suicidio de una de ellas al reconocer ciertos sentimientos para con su amiga, pero América y Hollywood no estaban preparados para semejante argumento en 1936. De este modo, se añadió el interés amoroso con el actor Joel McCrea y se convirtió la historia en un triángulo amoroso sobre el poder de la calumnia y los vínculos afectivos que pasan de una pareja (las dos chicas amigas) a otra: una de ellas (magnífica Merle Oberon, una actriz bastante limitada que aquí brilla como nunca) y el doctor. Evidentemente el suicidio final se eliminó y se añadió el interés romántico para ceder a los intereses de Hollywood, pero aún así Wyler hace que el final no sea el habitual al mostrar distanciadamente y con planos de la reacción de los testigos que lo presencian el beso final de la pareja protagonista. También establece composiciones diagonales que eran muy de su gusto y contrapicados que amplían la tensión entre los tres personajes además de «hablar» con la cámara en momentos tan líricos y maravillosos como esa ventana llena de lluvia que la cámara traspasa para mostrar la caída en desgracia de las dos amigas o aquel travelling que se acerca y se aleja de otra ventana llena de nieve para enfatizar el sentimiento amoroso que siente una de las chicas (la no correspondida, otra maravillosa Miriam Hopkinsen uno de sus mejores personajes) por el buen doctor. Y sobre todo hay en la película un uso de la produnfidad de campo que magnifica la tensión y hace que el interés se concentre en el segundo término del encuadre. Wyler fue el primer director en emplear semejante recurso en sus dramas y uno de los pocos que hacían de las escaleras un elemento arquitectónico crucial en el desarrollo de sus historias. Las escaleras de Wyler son poderosas y muestran la jerarquía de los personajes según se encuentren en un escalón superior o inferior. En «Esos Tres» es la chica que se encuentra en lo alto de las escaleras la que no cede ante las súplicas de comprensión que su amiga le lanza desde los peldaños inferiores y en «La heredera» es una cegada (por el odio) Olivia de Havilland la que las sube mientras un desesperado Montgomery Clift implora que le abra la puerta.
«La heredera» se hizo sin Goldwyn, fue producida para la Paramount y era un intento de volver a incidir en el melodrama que tantas satisfacciones había producido al director. La historia de una rica solterona sometida al desprecio comparativo de su padre y a la galantería impostada y ambigua de un pretendiente que parece quererla movido únicamente por el interés. Olivia de Havilland se muestra implacable a la hora de pasar de la tímida, ingenua y torpona jovencita poco agraciada y muy confiada en los demás a la dura, seca y agria mujer desconfiada y llena de odio del final. Una evolución que la actriz refleja con una riqueza de registros que no puede ser calificada de otra cosa que no sea magistral. Y todo pese a que en el set de rodaje la actriz y Wyler tuvieron bastantes enfrentamientos a la hora de encauzar el personaje. Wyler no sólo usa escaleras aquí, sino unos diálogos llenos de ingenio e ironía, un retrato ácido de la sociedad de la época sacado directamente de la novela de Henry James en la que se basa y, reincidiendo en el mobiliario, cantidad de objetos de todo tipo que resaltan el esplendor y el artificio de una era perdida para siempre. Incluso se permite utilizar metafóricamente otro de los objetos clásicos de cualquier melodrama que se precie: el espejo. Cada vez que Olivia de Havilland lo mira vemos como está engañada y llena de ilusiones con poca visión de futuro.
Tanto una como otra película son ejemplos de como rodar elementos melodramáticos sin que denegeren en el culebrón barato y simplista, de como utilizar los recursos de la cámara y la dirección de actores para conseguir verdaderas obras maestras de las que muchas telenovelas descafeinadas deberían aprender. Seguro que si Sirk viviese, estaría encantado de compartir ese trono de mejor director de melodramas con otro de los grandes: William Wyler.
Video retrospectivo sobre las películas de William Wyler