Entre los fans más aguerridos del director italiano hay una clara división: aquellos que prefieren al Fellini más absurdo y barroco (sin que estos calificativos sean peyorativos) y los que gustan del más clásico, el que tiene sus raíces en el neorrealismo. En esas raíces habría que clasificar «Los inútiles»,una de las mejores películas italianas de la década de los 50. La historia se centra en cinco veinteañeros de una aburrida ciudad de provincias: el intelectual que escribe obras de teatro amateur, el sobreprotegido por su madre que ve cómo su hermana busca una vía de escape, el mujeriego obligado a casarse con la chica que ha embarazado y el hermano de ésta, que parece ser el punto de vista de la narración y la voz en off que nos guía a través de ella. Ésta es bastante episódica y sólo la historia de Fausto, el mujeriego, parece tener un principio, un nudo y un desenlace, quedando las otras dibujadas a través de simples pero efectivas pinceladas.
La melancólica música de Nino Rota (que colaboraba con Fellini por primera vez y que lo acompañaría para siempre poniendo música al resto de su filmografía), las calles semivacías como ejemplo de desolación y el retrato provinciano se corresponden con el movimiento neorrealista. Sin embargo, leyendo un poco más allá, hay elementos «felliniescos» en toda la película. La forma de presentar a los personajes al inicio con un trávelling o los movimientos de cámara durante toda la película en momentos como el de la boda, que pudiendo ser una escena moralista se convierte en una escena cómica gracias al paso de ésta por el rostro de una serie de mujeres lloronas y beatas, son marcas genuinas del director. Si a eso le unimos su gusto por la representación de «mujerzuelas», la escena del carnaval en la que no deja de sonar el mambo o el gusto por las imágenes cuasioníricas (la talla religiosa de madera colocada en la arena de la playa por el tonto del pueblo) nos encontramos con que este relato autobiográfico tiene muchas más huellas de la posterior carrera del italiano de lo que se podría imaginar.
A título personal, aparte de la perfección en el ritmo y en la descripción de ambientes y personajes, lo que más valoro es la voluntad de no juzgar a los mismos, unos niños grandes, unos nuevos adultos que se resisten a madurar y cambiar de vida. Ni ellos ni sus familias y vecinos, que representan la injusta y arcáica moralidad de la época, son jamás envueltos en diálogos o escenas aleccionadoras, algo que nunca hizo un director enamorado de los perdedores de vida alocada o ingenua, como la Gelsomina de «La strada» o el Mastroiani de «La dolce vita». La idenfiticación personal con los personajes, con ese chico que acaba huyendo de una ciudad que no tiene nada que ofrecerle, es absoluta. Si tienes o has tenido 25 años, has ido a la deriva a la espera de un trabajo mejor, de dejar el hogar paterno en busca de nuevos objetivos en la vida y has necesitado crecer de una vez por todas, el final de esta película te afectará de manera especial. Esa era la intención de Fellini hace más de medio siglo cuando la rodó, y lo sigue siendo hoy, cuando la película no ha enjevecido ni un ápice. Si hubiese una lección en una película tan impresionista sería la de que el propio director, al igual que el protagonista, cogió ese tren que le abría nuevos horizontes.