MALDITOS BASTARDOS (Quentin Tarantino, 2009): El arte del (buen) pastiche

La duda es tan vieja como el propio cine o el arte en general: ¿se puede ser un gran artista sin tener referencias artísticas? Yo, que siempre he valorado el camino vital y cultural de las personas, creo que no. Las vivencias cinéfilas son las que hacen al director y lo engrandecen por mucho que tenga un talento innato. Nadie lo ejemplifica mejor que Quentin Tarantino, que hizo de las novelas pulp cine de culto con ‘Pulp Fiction’ y de las viejas películas de artes marciales un auténtico ‘revenge explotation’ llamado ‘Kill Bill’ con el que hasta el más cínico disfrutó. Con su eterna cara de demente y su apuesta por la irrealidad del medio, Tarantino ha vuelto a confeccionar una obra de remiendos que demuestra que la única forma de innovar es la de utilizar lo viejo, valerse de los referentes, para convertirlos en algo completamente nuevo. Y su monstruo, su Frankenstein, es quizá su criatura más valiosa.

La historia de una chica judía a la que se le presenta la ocasión perfecta para vengar a su familia y la de unos ‘malditos bastardos’ judíos que se dedican a cazar nazis en plena Segunda Guerra Mundial confluyen en una trama de clímax explosivo en la que Tarantino hace uso del anacronismo, de la música retro y de sus vivencias cinéfilas para dar vida a un auténtico (perdón por la pedantería) orgasmo cinematográfico. A nadie pasa desapercibido el talento del director para unir música e imágenes o alargar unos diálogos ingeniosos que, en esta ocasión, suponen un auténtico rosario de tensiones para el espectador en boca de unos malos ‘de película’, exagerados e hiperbólicos como ese Hitler gritón mezcla de Chaplin y del cine de Lubitsch. No es su único homenaje al séptimo arte en una cinta que hace de un cine su localización crucial. Los primeros minutos, ricos en el uso de los silencios y de unos tensos primeros planos, recuerdan al mejor spaguetti western de Sergio Leone. La presentación de los bastardos (a la postre mucho menos protagonistas e importantes en la trama de lo que desearía el espectador) podría pertenecer a un buen thriller de serie B de la década de los 70, y la escena en el café (en la que King Kong simpatiza con Greta Garbo, metafóricamente..) hace de Diane Kruger una digna heredera de la Carole Lombard que combatía a los nazis en ‘Ser o no Ser’. Todos esos momentos, de una originalidad e inventiva sin límites tanto en la puesta en escena como en el guión (grandes los guiños al espectador repitiendo el recurso del vaso de leche o el de la cruz gamada grabada en la frente), desembocan en un quinto capítulo violento, divertido e incluso poético. Es entonces, en esos últimos minutos que reinventan a gusto la historia, cuando el homenaje y el pastiche quedan plenamente justificados. Ante ese clímax de auténtica dinamita cualquiera se puede dar cuenta de que Tarantino hace suyo este recital hecho de remiendos.

A esas alturas a nadie le importa que los bastardos estén poco definidos o que su misión no acabe de encajar del todo con la venganza de la chica judía. Tampoco que Brad Pitt se limite a mostrarnos una histriónica vis cómica, que haya escenas innecesariamente alargadas o que el plano inserto que nos repite a los alucinados espectadores que Mélanie Laurent es la chica que huyó de la masacre del coronel Landa (grandioso Christoph Waltz). Lo único que nos importa es el reconocimiento ante dos de las mejores horas que se pueden pasar en una sala oscura. Dos horas que demuestran que el pastiche es quizá la única vía para hacer buen cine.
VALORACIÓN: ****

Trailer en español de la película