Decía Pilar Miró que defendería hasta la muerte ‘Mujercitas’ como una de sus películas favoritas. Se refería la difunta al clásico de 1949 que la crítica de gafapasta ha denostado durante décadas en beneficio de la película del mucho más reputado George Cukor de 1933 que también adaptaba la novela de Louise May Alcott. El archiconocido libro contaba la historia de cuatro hermanas adolescentes durante los años de la Guerra Civil americana que se enfrentan no sólo a un conflicto bélico que hace añicos su familia sino a la dura y poco agradable tarea de crecer. El sólo título de ‘Mujercitas’ ya produce una especie de sarpullido en todo aquel que se enfrente a semejante volumen o a la tarea de ver la película. No fue mi caso. Hace ya 15 años comprendí lo que la Miró quería decir.
Sucedió una tarde de sábado en la que una saneada y socialista TVE colocó en su parrilla de programación la película de Mervyn LeRoy, la joyita de la Metro de 1949, con sus idílicos colores de postal navideña y su bien entendida ñoñería. Para Pilar Miró, aquel mundo irrealmente feliz y añejo hablaba de manera profunda de la adolescencia femenina y de la frustración de abandonar el hogar para enfrentarse a lo desconocido. Para mí fue el descubrimiento del Hollywood dorado, con sus bienes y defectos, con su inalcanzable perfección y su osado sentido de la felicidad. Recuerdo como si fuera hoy que mandé callar a mi padre cuando nos interrumpió a mi madre y a mí, extasiados ante la gama de colores y sentimientos desaforados que inundaban la pequeña pantalla y que, al ir al colegio a la mañana siguiente, me hicieron rebobinar el vhs y volver a ver a esa madre encarnada por Mary Astor que, bajo una luz anaranjada, va entrando en la habitación de cada una de sus hijas (una de ellas la entonces pizpireta Elizabeth Taylor) para darles las buenas noches. Al hecho innegable de que yo deseaba una familia así para mí también, se unía el florecimiento de la cursilería preadolescente que imagino que ha padecido todo mortal.
Con los años me di cuenta de que no era la mejor película del mundo, vi auténticas obras maestras que me hicieron replantearme mi propia vida y sufrí demasiados sinsabores como para creer que la Nueva Inglaterra de estas cuatro chicas ideada por el director artístico de la Metro Goldwyn Mayer existía realmente. Incluso llegué a cogerle cariño a la versión de 1994, aquella que protagoniza Winona Ryder y que contiene una de las bandas sonoras más elaboradas y bellas de Thomas Newman. A pesar de los años transcurridos y de todo ese itinerario vital, sigo afirmando mi amor por el recuerdo de aquella tarde de sofá junto a mi madre y por las palabras de Pilar Miró. Lo que ella defendía, a mi parecer, es algo tan anticuado y obsoleto como la magia del cine; el derecho del espectador, tantas veces incomprendido, de evadirse y disfrutar con algo simple, tan atávico como el sentimiento de hogar tan genuinamente americano y ejemplarmente ilustrado en esta cinta; el derecho de ver la belleza sin adulteraciones y de disfrutarla y hacerle justicia. Louis B.Mayer, jefe del estudio durante aquellos años, decía que quería hacer «películas bonitas sobre gente bonita». No puede haber un comentario más reaccionario que ese en un arte polivalente y ambiguo como es el cine, pero el regodeo en la cursilería y en la falsedad del Hollywood añejo y dorado que eterniza ‘Mujercitas’ es algo que enmudece incluso al campeón de los cínicos. Yo me alegro de haberlo descubierto a la tierna y precínica edad de 11 años…hace ahora tres lustros. ¡Feliz aniversario, quinceañeras!.
Una de las escenas más divertidas de la película: aquella en la que Amy, interpretada por Elizabeth Taylor, es castigada y acaba presumiendo delante de sus compañeras de clase.