El ahora tan de moda concepto de inmersión en lo que a cine se refiere no es algo que se limite al 3D o a la capacidad de asombrar del James Cameron de «Avatar». Si Hitchcock decía que lo importante no era lo que se cuenta sino cómo se cuenta, directores como Stanley Kubrick o Gus Van Sant siempre han valorado más la experiencia del espectador a la hora de ver una película por encima de los diálogos brillantes o las tramas complejas (a pesar de esa peculiar forma narrativa que poseía la hipnótica «Elephant» en el caso de Van Sant).Sin embargo nadie ha llegado tan lejos como Terrence Malick. En sus cuatro películas ha buscado complacer los sentidos del espectador. Cine hecho de sonidos, una cuidada fotografía y un tempo que invita a lo comtemplativo han sido las características fundamentales de sus cuatro películas rodadas a lo largo de cuatro décadas.
«Malas tierras» (1973) redefinía el concepto de road movie de pareja criminal convirtiéndose en el universo caótico y bello de una adolescente llevada por el mal camino y la más reciente «El nuevo mundo» (2005) se convertía en un poema visual sobre Pocahontas y el doloroso nacimiento de América. Entre ambas películas se encuentra «La delgada línea roja» (1998) y «Días del cielo» (1978) que ha supuesto mi gran experiencia cinematográfica de esta navidad. Si la fotografía del español Néstor Almendros ya es para quitarse el sombrero, la historia, una especie de cuento bíblico de amor y avaricia narrado desde el punto de vista de una niña, se mete en los sentidos. Los sonidos del viento, las imágenes de los campesinos al atardecer o la sensación de nostalgia dan forma a una película única y espectacularmente bella. Las señas de Mallick se dejan ver: a pesar de la belleza, no hay lugar para la cursilería. De hecho, la ambición de una pareja de campesinos que intentan hacerse pasar por hermanos para quedarse con la herencia de un capataz enfermo de cáncer es bastante perversa. Y el final, catárquico y triste, es una gran oportunidad interpretativa para su protagonista, un jovencísimo Richard Gere.
En un 2010 en el que los últimos estrenos dan una imagen algo caótica y deficiente del cine norteamericano actual, revisionar a un autor como Mallick es una especie de reconciliación con Hollywood. Al contrario que otros «lumbreras» del cine de los 70 como Coppola o Scorsese (por no hablar de Bogdanovich o Cimino, «expulsados» para siempre de la primera fila de esa generación), Mallick ha sabido conservar su esencia sin dejarse intimidar por unas majors que, cada vez más, buscan la rentabilidad y las ganancias de una forma feroz.