Bonello confunde pero no ahoga con ‘Nocturama’

La sección oficial de San Sebastián se ha atragantado hoy un poco. El plato fuerte del día, la Nocturama de Bertrand Bonello ha resultado ser en realidad un postre con mucha nata pero quizá poco bizcocho. El aperitivo, la islandesa Medidas extremas, de Baltasar Kórmakur, un indigesto plato frío. Y el resopón, la sueca The Giant, un dulce que pasa con la misma facilidad con la que se olvida.

Las intenciones de Bertrand Bonello están claras: Nocturama aspira a ser una provocación, una película que casi frivoliza sobre una cadena de atentados en París pocos meses después de la noche negra de Bataclan. Pero su principal interés es también su gran debilidad: consumida la premisa, no queda suficiente película a la que agarrarse.

Nocturama arranca con un largo ballet en el que varios jóvenes, casi adolescentes, recorren París en metro en lo que parece una medida coreografía. No son un grupo de inmigrantes desarrapados sino parisinos de todos los pelajes y condiciones, desde el chaval mulato con camiseta de superhéroe hasta el trajeado de buena familia. Y en efecto, mucho rato después comprobamos que están sembrando las bombas de un atentado. Por fin, estalla el caos y los integrantes de esta peculiar guerrilla se esconden en unos grandes almacenes cuando echan el cierre. No en unos cualquiera, sino en unos llenos de marcas de lujo, firmas caras y maniquíes que por momento les sirven de espejo. Y allí permanecen una noche inacabable durante la que se aburren hasta la nausea: se prueban trapitos, comen a una lujosa mesa, duermen entre sedas y se dan baños dignos de María Antonieta. Son tan vulgares como cualquiera y tan burgueses como el que más. Y, seguramente por ello, están abocados a un destino fatal.

El mucho tiempo que se toma Bonello para observar a sus personajes es buscadamente irritante, y según avanza la película va a más, hasta el borde de la desesperación. Su observación tan pronto es un thriller policiaco como un análisis moral como una plúmbea nada. Nocturama, como sus personajes, corre un gran riesgo y, al final no logra sortearlo. Es interesante, sí, pero deslavazada.

Hay más: la aparición final de la policía como sombras sin rostro ni razón. Los medios de comunicación entendidos como el Gran Hermano que todo lo ve y todo lo sabe, casi un deus ex machina insondable. Y un París extrañísimo, carente de vida, casi sin aire, cuya reacción a las bombas se nos oculta como si fuera un decorado sin población.

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará el lector. Pues no se azore: el espectador también se lo plantea y no halla respuesta. Sólo se alude a la vieja máxima de derribar un sistema fracasado para que del caos surja otro mejor. Pero ninguno de los personajes parece interesado en profundizar en esta idea, ni en ninguna otra. Es tarea, quizá, para quienes les observan aunque tengan la sospecha de que no hay materia suficiente sobre la que reflexionar.

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La primera ventana al cine nórdico en esta sección oficial no deja entrar un olor demasiado agradable. De hecho, huele un poco a chamusquina. O a sangre coagulada. The Oath (Medidas extremas), de Baltasar Kórmakur, es un thriller demasiado visto a estas alturas, torpe en muchas ocasiones y bastante egocéntrico. Un cirujano de renombre y padre de familia (el propio Kórmakur) se ve obligado a tomar las medidas de las que habla el título para su estreno en España para salvar a su hija adolescente, nacida de un primer matrimonio, de las garras de su terrible novio, narcotraficante y malo de pacotilla.

No se sabe si se siente culpable por no haberla podido guiarla mejor hacia una madurez responsable o por haberse casado después y tener una vida de anuncio de Ikea caro mientras su hija mayor vive en un piso de estudiantes y se junta con las peores compañías que la llevan a meterse en el mundo del hampa islandesa. El caso es que tanto argumento como factura hacen agua por todas partes, con una trama previsible, un personaje central tan contradictorio como poco interesante y unos secundarios desdibujados y sin personalidad.

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Sin embargo, The Giant tiene una intención, la de contar una historia curiosa, una pequeña fábula cristiana sobre los desechados de la sociedad, enfermos mentales y discapacitados a los que solo se presta atención como objeto de estudio médico, pero a los que se arrumba en centros aislados de los demás. Rikard es un joven que nació con una terrible deformidad en la cabeza y en el cuerpo, al que daban poca esperanza de vida pero que llega a la adolescencia y que incluso despunta en el juego de la petanca. Vive entre otros discapacitados y sus padres y cuidadores, incluso tiene un amigo y compañero de juego que le protege y le quiere, pero tiene que soportar el acoso y los insultos de los demás.

Su madre, por otro lado, desarrolló una psicosis tras dar a luz y vive en un piso vigilado, lejos de su hijo, del que no sale con la única compañía de una amorosa cacatúa. El único contacto con su hijo son los dibujos y los trofeos de petanca que le lleva cuando logra escapar. En una partida Rikard recibe un golpe fatal en la cabeza y los médicos ven que no va a vivir mucho más así que Rikard determina ganar el campeonato mundial de petanca como última esperanza de reunirse con su madre.

La estética feísta, de luz blanca, planos extraños y temblorosos estilo dogma, se intercala con secuencias de un colosal gigante que camina entre lagos y montañas suecas hasta llegar a la localidad en la que viven Rikard y su madre, a los que recoge a término de sus días en una metáfora final con ecos de «su reino no es de este mundo».

Fernando de Luis-Orueta / María Pérez