La película más estimulante y con más alma del Festival de San Sebastián ha aparecido donde nadie la esperaba: en la sección Nuevos Directores. Ben Sharrock ya había participado ahí con su primera cinta, Pikadero, y el comité de selección ha decidido que ese sea también el espacio para la segunda, Limbo, una película que llega con el sello «Selección de Cannes 2020», es decir, posiblemente hubiera competido en primera división en el certamen galo de haberse celebrado. Pero en Donosti, a pesar de que su coproductora es vasca, Irune Gurtubai, la han encajado entre los alevines cuando estamos ante una obra mayor. Error: hubiera sido una Concha de Oro incontestable.
Efectivamente, la película transcurre en un limbo: el de cuatro inmigrantes que esperan respuesta a su petición de asilo en una remota isla de Escocia. En este paraje tan desolador como su larguísima espera, Sharrock nos presenta con una ternura profundamente conmovedora a estos cuatro seres heridos de desesperanza y también a los peculiares lugareños que les rodean.
En el centro de película está Omar, un joven sirio que acarrea su laúd por las colinas sin ser capaz de tocar una sola nota. «Un músico que no toca está muerto», se dice. Y se siente. Con extraordinaria sensibilidad, la cinta logra aproximarse al drama de la inmigración en general y a la crisis de los refugiados sirios en particular con lucidez y humanidad con una cabina de teléfonos en medio de la nada como única ventana al mundo.
Todo es oportuno en Limbo. Cada silencio es elocuente. Cada plano es un estudio del lugar y de los personajes. Y todo ello con un tono que se mueve grácilmente entre el drama contenido y la comedia negra ribeteada de absurdo. Una película sobresaliente.