Flamante ganadora del Gran Premio del Jurado en la Mostra de Venecia, Nuevo orden, la nueva película del mexicano Michel Franco, es un película sin resquicios en su dureza y fatalidad.
La cinta arranca en un hospital en el que sus enfermos son desalojados por un aluvión de heridos pintados de verde. Es un arranque que quiere ser más simbólico que real, que recuerda al cine de fantasías distópicas que tan profusamente ha hablado en los últimos años sobre nuestra propia sociedad.
Cambio de tercio. Estamos ahora en la celebración de una boda en una casa de ricos riquísimos cuya opulencia entra en inmediata colisión con la escasez de medios de los empleados del hogar. Posiblemente sin querer, Nuevo orden dialoga aquí con Parásitos, con la que comparte no sólo el retrato de ese cataclismo entre clases —hasta ahora propio de otras latitudes, pero que empezamos a ver también en la nuestra tras los sucesivos golpes a los que llamamos «crisis» y seguimos con nuestras vidas— sino también un tratamiento estético en el que la artificiosa pulcritud de los unos choca con la caótica miseria de los otros.
No tarda en estallar la revolución. Literalmente. Con toda su dureza. Los indígenas se imponen por la sangre y, frente a ellos, los resortes del poder se endurecen y deshumanizan. No hay cuento moral en el devenir de la historia. Los de abajo saquean, violan y tan. Los de arriba lo hicieron antes. Es perro come perro. Pero mientras los perros se devoran unos a otros, hay algo que prevalece. El sistema se encoge, se estira, puede parece incluso que desaparece, pero en realidad es que se las sabe todas para mantenerse. Inmanente. Pese a todo y pese a todos.
La película de Franco sólo ofrece fatalidad. Y ese mensaje resuena sordamente en este triste 2020. No podemos hacer más.