No solamente es uno de los actores más capaces, arriesgados y políglotas del planeta, sino que acaba de demostrar que es capaz de escribir y dirigir. Por todo eso, y lo que le queda, Viggo Mortensen ha recibido este año el Premio Donostia del Festival de San Sebastián.
Falling, su opera prima, permite constatar que ha aprendido lo suyo de los mejores (David Cronenberg, Peter Jackson, Ridley Scott…). Se aprecia, sobre todo, en su capacidad para trasladarnos a lo confortable de la infancia en los continuos flashbacks de la cinta. Y es que, aunque haya sido desgraciada, la nostalgia mejora cualquier tiempo pasado.
Constatamos además su ojo también para la dirección de actores: desde el apabullante Lance Henriksen a todos los niños que juegan un papel fundamental en la trama. Como guionista es capaz de mantener la atención durante las dos horas de metraje, aunque peca de excesos en el retrato de la figura protagonista: un padre maltratador, misógino y homófobo (Henriksen) que es acogido por su hijo gay (el propio Mortensen) cuando el Alzheimer empieza a acecharle.
Al espectador le falta alguna secuencia que permita empatizar con este ogro malvado y también para comprender por qué su familia se vuelca con un ser tan despreciable en todo momento. También resultan demasiado esquemáticos otros personajes fundamentales como la madre y el marido del protagonista, encarnado por Mortensen.
El actor asume en esta primera experiencia el reto de estar delante y detrás de la cámara y su personaje se resiente. Alguien famoso por su composición milimétrica de los personajes adolece ante la cámara de esa finura y no acabamos de saber si es un personaje amanerado o un cowboy tosco, tampoco es capaz de transmitirnos el hartazgo progresivo de convivir con un padre semejante hasta casi el desenlace.
A pesar de estos pequeños detalles, nos encontramos ante una ópera prima rotunda y un director que puede adquirir madurez rápidamente.