El Festival de San Sebastián, que ya el año pasado fue un paladín de la experiencia de la proyección en salas, renueva sus votos con una película inaugural que tiene tanto de manifiesto como de carta de amor al séptimo arte: Un segundo, el regreso de Zhang Yimou al relato más íntimo y reposado, es la obra de un enamorado del celuloide que ha construido una delicada tragedia mínima para proclamar la fuera redentora del cine.
La película está ambientada en la Revolución Cultural que el régimen maoísta impulsó en los años 60 y 70 en la que un prófugo de un campo de trabajo persigue una película en la que aparece su hija, condenada también por los desmanes de su padre.
Curiosamente, Un segundo estaba en la selección oficial de la Berlinale de 2019, pero fue eliminada del festival por supuestas razones técnicas poco antes. La versión oficial aseguró que la versión final no había llegado a tiempo pero los medios estadounidenses publicaron que se debió a presiones políticas del Gobierno chino.
En efecto, el telón de fondo de la cinta es la homogeneización dictada por el régimen mediante el ejercicio de una violencia tosca e implacable. Zhang Yimou sitúa ese momento tan oscuro en un lugar tan luminoso y desolado como un desierto, en el que los pueblos no tienen nombre sino un número y cuyos habitantes encuentran en las esporádicas proyecciones de cine su única evasión. También el celuloide se revela como la solución de los problemas de nuestro protagonista y de la joven huérfana que se cruza en su camino.
Lejos de encargos como La gran muralla o la opulencia de La casa de las dagas voladoras o La maldición de la flor dorada este es el Zhang Yimou que nos conmovió con El camino a casa o Ni uno menos y es un placer volver a ese tempo y esa delicadeza.