Cartel de 'Gordos'

Un perfecto ejemplo de la industria del cine patrio

Una escena de 'Gordos'

Segunda entrega del análisis de las tres finalistas para ir a los Oscar. Hoy corresponde hablar de la más precisa representante del cine español: Gordos, de Daniel Sánchez-Arévalo, una comedia de brocha gorda, diálogos soeces, situaciones forzadas e interpretaciones entregadas al topicazo. Jamás lograría una nominación en EE UU, pero al menos ofrecería una justa medida del nivel de la producción española este año.

Tras el muy prometedor debut de Azul oscuro casi negro, que se llevó tres irrefutables premios Goya, era lógica la inmensa expectación ante la segunda película de Daniel Sánchez Arévalo. Ya no lo es tanto el corporativismo del cine patrio, dispuesto a defender lo que cae por su propio peso: Gordos es una película floja, una comedia con poca gracia y un drama con nula capacidad de transmitir verdad. Sus aciertos son claramente insuficientes para salvarla. Por eso es incomprensible que haya una parte del público cinéfilo y de los profesionales del cine que insistan en defenderla. Que esté propuesta para ir a los Oscar por delante de Tres días con la familia, Celda 211 o, incluso, Los abrazos rotos, es una de las muestras más vergonzosas de corporativismo que esta maltrecha industria ha dado en la última década.

La película adolece, en general, de poca gracia. Nada que ver con aquella comedia que nos dio un merecidísmo Oscar: Belle epoque, una cinta que supuraba alegría de vivir, situaciones llevadas al límite pero nunca sacadas de quicio, construida sobre un extraordinario guión y ribeteada de inmensas interpretaciones. Nada de eso hay en Gordos: ni optimismo, ni verosimilitud, ni historias bien armadas.

No es que el drama funcione mejor: las desgracias de estos personajes están mal descritas. ¿Por qué un vendedor de pastillas milagro cae en la depresión? ¿Cómo pasa una joven de la devoción a su novio ausente a ninfómana? ¿Cómo una mujer heterosexual se empeña en tener sexo con un gay rebosante de pluma?: nunca lo sabremos. De todas las planteadas, sólo hay una historia que funciona, que emociona de verdad, en la que el público entra y comparte: la relación entre el psicólogo y su novia, que hurga en los entresijos de la relación de pareja y se mete a explorar las cosas más feas que puede sentir o pensar una persona sobre quien parece ser el amor de su vida.

Lo de los actores es capítulo aparte: Raúl Arévalo salva milagrosamente un improbable papel de un beato que habla en versículos del Evangelio (evidentemente, Sánchez-Arévalo nunca ha prestado la más mínima atención a cómo se expresan un joven con convicciones religiosas y se ha dejado llevar por el mayor de los tópicos), Roberto Enríquez logra contener casi siempre los ademanes del teatro para resultar bastante convincente como terapeuta necesitado de terapia; y Verónica Sánchez, seguramente por primera vez en su carrera, ha creado una mujer de verdad, único personaje con el que econectar en toda la película. El resto es una colección de muecas y tópicos abominable, sin emoción ni verdad. Mención especial merece Antonio de la Torre, que ha compuesto un arquetipo de homosexual que pensábamos enterrado hace veinte años.

Por todo ello, sí, señores académicos: deberían escoger Gordos para representar a España en los Oscar. Es el perfecto ejemplo de la cosecha de este año: una película muy esperada y malograda, una mala narración y unas interpretaciones forzadas. Se puede decir lo mismo de muchas de las cintas de la industria española este 2009. Ya que su corporativismo ciego les impide elegir al director mundialmente famoso y le lleva a ignorar la exquisita película de una debutante de una escuela de cine catalana, envíen Gordos. Al menos explicaremos al mundo de qué vamos.