Lo mejor de un gran festival es el descubrimiento de nuevos talentos. Está muy bien que incluya en su sección oficial a grandes nombres de la cinematografía mundial, que permiten al certamen afianzar su lugar en un entorno cada vez más competitivo. Pero todos sabemos que la nueva película de Ozon, de Alberto Rodríguez o de Bille August encontrarán su hueco incluso sin pasar por ningún certamen. Pero la razón de acudir a San Sebastián (o a Cannes, o a Venecia o…) es su capacidad para sorprender. Para descubrir grandes obras y nuevos talentos allí donde, de otro modo, nadie iría a buscarlos.
Eso ha pasado hoy con Loreak (Flores), la segunda película que realizan conjuntamente los directores Jon Garaño y Jose Mari Goenaga. Hace cuatro años mostraron su primer largo, 80 egunean, en la sección Zinemira, dedicada específicamente al cine vasco. Desgraciadamente, con el volumen de programación del certamen, pocos pueden atender a estas paralelas. Por fortuna, este año el comité de selección ha tenido la valentía y la visión de incluir Loreak en la competición principal. Una película que, ella solita, sabe estar a la altura de las circunstancias. Incluso algo más.
Su punto de partida es similar al ‘Ramito de violetas’ que cantaba Cecilia: una mujer casada recibe en su casa todos los jueves un ramo de flores sin remitente ni dedicatoria. Poco más se debe de contar de los acontecimientos que se desencadenan con este envío misterioso, pero sí se puede adelantar que las vidas de todos los relaciones con él cambian irremediablemente.
En su delicada y frágil sencillez, Loreak presenta al espectador un terrible dilema: las cosas más importantes de la vida, incluso la vida misma, son tan efímeras como las flores. Hasta los recuerdos tienen fecha de caducidad. Hace falta que alguien recorte los tallos, ponga una aspirina en el agua y, de tanto en tanto, las renueve. La película no se queda en el memento mori: no sólo recuerda que vas a morir, sino que te van a olvidar.
Tremenda reflexión a la que invitan Garaño y Goenaga, sin subrayar nada, sin querer sentar cátedra ni ofrecer respuestas. Un abismo en 99 minutos.
Pasada de sencillez
En cambio, pasada de sencillez está la película chilena La voz en off, que también se ha presentado hoy a concurso. Dirigida por Cristián Jiménez (que comparte quinta con los directores de Loreak) retrata a cuatro generaciones de una misma familia en los días en que el padre decide abandonar a su mujer, una de las hijas se ha propuesto aparcar toda comunicación por Internet y la otra regresa tras varios años en París.
Aunque La voz en off se ve con gusto, sobre todo gracias a su tono amable y sus guiños a la comedia, nunca termina de despegar. Lo que ocurre nunca es muy interesante ni, por el extremo opuesto, tampoco tiene la poética de lo cotidiano. Las ideas que propone funcionan y se entienden, pero nunca cautivan.