Jonás Trueba se rinde a la fuerza desbordante de la generación Z

'Quién lo impide'
Una experiencia
Jonás Trueba abandona en su nueva película, 'Quién lo impide', casi por completo su cine más reconocible para zambullirse en los límites de la no ficción.
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Luminosa

Jonás Trueba regresa a San Sebastián tras haber competido hace cinco años con La reconquista, quintaescencia del cine que hasta ahora la hemos visto practicar: relatos mínimos y atildados, melosos en su tempo y en su forma. Su nueva propuesta parece estilísticamente muy alejada y, sobre el papel, podría resultar amenazadora: una cinta de ¡3 horas 40 minutos! compuesta de grabaciones a un grupo de adolescentes a lo largo de varios años y ya exhibidas en buena parte —aunque todavía sin forma de película terminada— en en Festival D’A de Barcelona en 2018.

Pero nada más empezar la proyección se pasa el susto: Quién lo impide —que es el título del proyecto a partir de una canción del recientemente fallecido Rafael Berrio, uno de sus cantautores de referencia, y a quien está dedicada la película— tiene vocación de fresco gigante en el que Trueba quiere reflejar a una generación que en 2018 no sabíamos que sería la de los jóvenes tocados por el confinamiento pandémico.

El largometraje —nunca mejor dicho— se estructura en tres partes, separadas por dos descansos, que coinciden con sendos cambios formales y narrativos en la cinta: la primera creemos reconocer una película de no ficción, en la que conocemos a multitud de adolescentes de institutos públicos de Madrid que dan retazos de su pensamiento, sus circunstancias y sus anhelos, llenos de luz y emoción verdadera. 

La segunda parte no es exactamente ficción, pero sí tiene mucho de recreación. Trueba se fija en algunos de los chicos para seguirles más allá de sus entrevistas a cámara a un viaje de fin de curso por un lado y a unas vacaciones de Semana Santa en un pueblo de Extremadura por otro. Es en este último relato donde más reconocemos al Jonás Trueba romántico y naíf, enamorado del amor y de sus jóvenes protagonistas.

Precisamente, la elección de esos personajes centrales es uno de los principales reproches que se le pueden hacer a la película, firmada por un hombre blanco heterosexual en una época donde el esfuerzo está puesto en mirar más allá de esas hechuras. Por el mismo friso, como personajes secundarios, van desfilando otros perfiles menos estándar y más sugerentes —dos víctimas de bullying, un gay fuerísima del armario en plena pubertad, inmigrantes racializados…— a los que hubiera sido muy interesante escuchar más.

La cinta culmina con un tercer tramo compuesto de las grabaciones realizadas en una jornada convocada en el Matadero de Madrid precisamente para la película y una nueva ronda de entrevistas en las que se abandona lo personal para interesarse por lo sociopolítico. Es aquí donde la película pierde interés porque las reivindicaciones más o menos idealistas de los chavales no se diferencian en nada a las que haya podido expresar ninguna otra generación a la redonda.

Sin duda el triunfo de Quién lo sabe es la intimidad que alcanza con sus protagonistas, unos chicos y chicas cuya humanidad desbordante parece que puede con todo, incluso con una película de tres horas cuarenta. ¿Es suficiente? ¿Es un retrato generacional transversal y acertado? A la vista de los comentarios de los acreditados más jóvenes, Trueba sí ha conseguido componer un gran mural en el que se reconocen y con el que sienten que pueden perdurar. Así sea.