Buen grupo de nominados este año en una categoría en la que destacan dos trabajos por encima de los demás: el de Joe Walker en La llegada y el de Tom Cross en La La Land, ambos ganadores del Eddie al mejor montaje en drama y comedia o musical respectivamente. Un pulso que perfectamente puede ganar cualquiera de los dos.
Joe Walker por La llegada
Dice Walker (2 nominaciones), colaborador habitual de Denis Villeneuve, que una de las ideas que más le atrajo de La llegada era que le permitía jugar con el principal superpoder de los editores: la manipulación del tiempo, acelerar el ritmo de la acción o de repente detenerse en un detalle y recrearse en él, en una película cuya cronología es complicada, y en la que se reelabora el lenguaje cinematográfico convencional para crear un efecto único. Y debían hacerlo de tal manera que el espectador comprendiese las decisiones de la protagonista al final de la película, el increíble regalo de los alienígenas, sin colocarse por encima de él, dejando que sacase sus propias conclusiones, dosificando la información, incluso hurtándosela al principio. El mayor desafío era armonizar los dos mundos paralelos existentes, el trabajo de la lingüista para averiguar si los alienígenas vienen en son de paz o no y la relación madre-hija, que se desarrolla en un entorno y a un ritmo completamente diferente. Precisamente una de las virtudes de Walker como montador es la búsqueda del ritmo perfecto para cada secuencia, en conjunción inseparable con los elementos de sonido y la música, mundo del que él procede. Así, se permite usar la música sólo cuando es necesario, convirtiéndola en parte fundamental de la secuencia y permitiéndose silencios muy elocuentes o haciendo la presencia de elementos más sutiles de sonido mucho más contundente, como en las visitas de la lingüista a las naves extraterrestres. El resultado es un puzle fantástico en el que cuando todas las piezas quedan perfectamente ensambladas cobran sentido, un sentido que eleva la película por encima del resto y la sitúa como una de las pocas que seguramente trascenderá premios y modas.
John Gilbert por Hasta el último hombre
Quince años después de estar nominado por El Señor de los Anillos: La compañía del anillo, el montador John Gilbert (2 nominaciones) vuelve a estarlo por su trabajo en la última película de Mel Gibson, una película dividida en dos partes muy diferentes, sirviendo la primera para buscar esa conexión emocional con los personajes que después se juegan la vida en el campo de batalla. Una de las peculiaridades del trabajo de Gilbert se hace ver en las escenas de actores, en las que intenta encontrar la temperatura adecuada, el nivel de intensidad adecuado de la interpretación para cada secuencia, confiando en su instinto, buscando los momentos de más verdad y realzando aquellos en los que hay contacto visual entre los intérpretes y cómo reaccionan unos ante otros para hacer que la parte dramática funcione. Eso luego se traslada a los momentos de acción, que es donde se revela la verdadera personalidad de los personajes, cuando se someten a los momentos de mayor presión. También el ritmo es peculiar. Mientras intenta contenerlo para las secuencias de emoción, permitiendo que el espectador las sienta de verdad, lo acelera para las expositivas, incidiendo así en esa dualidad aparente que existe en la película de Gibson: por un lado habla de pacifismo, para por otro hacer de la guerra algo muy emocionante, a menos a ojos del espectador. A Gilbert parece gustarle ir por delante de este, en el sentido de que va preparándole para las escenas más agresivas, provocando cierto nivel de ansiedad y de agresividad contenida que aumenta paulatinamente. Y es en las escenas de guerra donde la labor de montaje brilla, justificando de sobra esta nominación.
Jake Roberts por Comanchería
El londinense Jake Roberts ha logrado su primera nominación al Oscar de montaje con su quinta película con David Mckenzie, con quien, aparte de una amistad que se remonta a sus primeros trabajos en Glasgow, ha desarrollado un modo de trabajo particular de montaje rápido de lo que se ha rodado a diario para seleccionar lo mejor de cada día, descartando desde un principio lo inservible y depurando y allanando el camino; al final de cada semana de rodaje reúnen a todo el equipo y les proyectan esos montajes diarios, y además de cambiar impresiones, comen y cantan (con Jeff Bridges a la guitarra, en el caso de Comanchería). Una manera de crear buen ambiente y de convertir el proceso de hacer una película en trabajo real de equipo. Para un proyecto como Comanchería, que tan atractivo le resultaba sobre el papel, tuvo que encontrar primero el tono y el ritmo adecuados: es un drama con buenas dosis de humor y personajes muy marcados, por lo que era indispensable encontrar un equilibrio que evitara que cayera hacia uno de los dos extremos. A la vez, tenía que buscar esos momentos de silencio, más contemplativos, sin romper el ritmo que requiere el thriller para que el espectador no pierda interés. Y exactamente ese equilibrio es lo más logrado del trabajo de edición en Comanchería, lo que hace que resulte una película muy disfrutable y a la vez muy profunda, con un regusto que se va masticando a lo largo de semanas.
Tom Cross por La ciudad de las estrellas (La La Land)
Los musicales son un mundo aparte en el trabajo de edición. A la difícil labor de ensamblar la película considerando todos los factores de emoción, historia, continuidad, geografía, etc., se añaden los números musicales, que tienen que resultar pertinentes y estar integrados perfectamente con la acción y el diálogo previo para que no sobren, y más en una época en la que ya se ha perdido la costumbre de verlos, y se contemplan como una rareza a veces disfrutable que sucede una vez cada cierto tiempo. Damien Chazelle veía La ciudad de las estrellas como una gran película en tecnicolor y cinemascope en la que el diseño de producción, el vestuario, la música y la fotografía tuvieran el mismo peso y fuesen significativos, y para lograr un todo coherente contaba con Tom Cross (2 nominaciones, 1 oscar), que ganó la estatuilla con el magistral montaje de su anterior trabajo, Whiplash. Cross y Chazelle trabajaron mano con mano con el compositor Justin Hurwitz, que iba cambiando su partitura cuando lo necesitaba el montaje de una escena, para luego, en el montaje final, ajustar secuencias para adaptarlos a la música. Además Chazelle es muy exigente con la precisión y el ritmo, y tiene planeado plano por plano con mucha exactitud, y sabe qué tipo de música quiere para momentos determinados. Se añade además la dificultad del doblaje en las canciones y su integración para que no resulte «enlatado» y poco natural, algo que hace que el espectador desconecte de la película y pierda interés. Y luego está la particularidad de que es una película contemporánea, con personajes e historia actuales, cuyos sueños y aspiraciones se expresan como un musical del Hollywood clásico, una reacción química que podría haber resultado un pastiche pero que aquí funciona, engancha y crea algo nuevo. Hay una comunión de referencias cinematográficas entre director y editor que sirven de inspiración para ambos y que evidentemente ayuda al conjunto. Y además, hay un magnífico uso de las diferentes técnicas de edición para encontrar el ritmo justo para el motto de la película, que es la historia de amor. La brusquedad del encuentro en la fiesta, cómo ambos se toman la medida mutuamente en los sucesivos encuentros, y cómo todo se ralentiza en el número de «A Lovely Night», que es cuando empieza a sentirse esa tensión amorosa, un momento a partir del cual todo se acelera y se vuelve electrizante para volver a romperse cuando todo empieza a ir mal, el momento en que los dos personajes ya no bailan al mismo ritmo. Y nuevamente volvemos a la manipulación del tiempo como superpoder del montador: la historia se vuelve a contar con ese epílogo invernal y amargo a modo de «¿Y sí…?». Ambos personajes se han separado emocionalmente y el espectador ha cambiado con ellos a lo largo de la película. Y aunque está al otro lado del espectro de La llegada, puede que el único motivo para que Cross no se lleve su segundo Oscar sea por no repetir.
Nat Sanders y Joi McMillon por Moonlight
Joi McMillon se ha convertido en la primera mujer afroamericana en ser nominada al Oscar de mejor montaje. Pero esta no es la razón por la que ha conseguido su nominación junto a Nat Sanders (para ambos, la primera). Para contar esa historia de crecimiento personal y transformación de un chico sin posibilidades (negro, pobre y gay), ambos optaron por un estilo de edición que emociona paso a paso sin apabullar. Se dividieron el trabajo: Nat se centró en los dos primeros segmentos y Joi en el último, para después juntar ambos trabajos y encontrar esos puntos que corregir en los tres segmentos para igualar la película en tono y ritmo. Un aspecto importante era cómo hacer que el espectador se implicase en una historia como esta, para lo que fueron aumentando paulatinamente la intensidad emocional, desde una infancia con algunos momentos ligeros hasta el poderoso final de la reconciliación con la madre. Una parte importante de la película, además de la fotografía, que en montaje es tratada como un personaje más, son los silencios, que decidieron no llenar con música superflua, trabajando en los sonidos, algo que tuvieron que hacer después de que la película se presentase en los festivales de Telluride y Toronto. Una de las secuencias que les planteó más dificultad en este sentido fue la inicial, en la que el niño se pasa siete minutos sin articular palabra. Cómo hacen que esa secuencia muda enganche al espectador, haga que se implique en la historia de Little desde el principio, además de llevarle a través de las tres etapas, con tres momentos muy diferentes dentro de la vida de un mismo individuo y que forme un todo coherente, es fundamental en una de las películas más importantes del año.
Ganará: Tom Cross por La ciudad de las estrellas (La La Land)
Debería ganar: Tom Cross por La ciudad de las estrellas (La La Land)
Molaría que ganara: Joe Walker por La llegada