Un grupo de presos tienen que convivir en una estación espacial para investigar los agujeros negros como conmutación de la pena de muerte a la que estaban condenados. Esta es la excusa argumental que usa la directora parisina Claire Denis para construir High Life, una fábula sobre las relaciones humanas.
La vida y la comunicación de los presos está reducida a lo básico. Ni siquiera se permiten entre ellos relaciones sexuales, y las que hay son en un «follador», una cabina aislada que solo contiene una máquina sexual, o directamente intentos de violación. Y mientras tanto, una doctora homicida pasa el tiempo intentando fecundar a las mujeres inoculándoles el semen de los hombres ahí encerrados, una especie de sacerdotisa cruel interpretada por Juliette Binoche.
Todos ellos van muriendo en circunstancias violentas, quedando como único superviviente de la expedición un preso llamado Monte (un eficaz y a veces sorprendente Robert Pattinson) y una niña nacida allí.
High Life no es una película de ciencia ficción. Denis utiliza los códigos del género, pero no se esfuerza por construir un universo coherente. Ni falta que le hace. Sólo le hace falta un entorno aséptico (salvo una especie de jardín-huerto) para que nada les distraiga de lo realmente importante: la reducción del ser humano a la condición de bestias.
Llena de evocadoras imágenes sobre la vida en la tierra y saltos temporales de los sucesos en la nave, lo más atractivo de la película, al igual que en otras de la francesa, son sus potentes imágenes, a veces crudas, siempre impactantes y honestas, que conectan con sus reflexiones sobre los recuerdos y la naturaleza del ser, y sobre la necesidad que hay a veces de que todo (o casi todo) se destruya para empezar de cero.